Durante la década de 1960, y siguientes, hubo una explosión en la narrativa de los países latinoamericanos que se ha conocido como el “boom” de la literatura latinoamericana.
Casi simultáneamente se publicaron varias obras que los críticos calificaban de “auténticas”, sin trazos de la literatura francesa o americana de las cuales se alimentaban, y cuyas técnicas y temática rompían con los patrones establecidos de la lucha entre hombre y naturaleza como fondo principal, que había sido hasta entonces, junto al regionalismo, la mayor preocupación de la narrativa latinoamericana. Por primera vez, según el decir de Naomi Lindstrom, la ficción latinoamericana “comenzó a asociarse con la imaginación, con la construcción narrativa innovadora y el tratamiento original del espacio y el tiempo de ficción.
Nacía lo que se ha llegado a conocer como “realismo mágico”: lo fantástico ocurre en el mundo novelístico con la naturalidad que ocurren las cosas cotidianas. Antes del “boom”, la narrativa latinoamericana era considerada, en términos generales, banal e inconsecuente. Algunos nombres excepcionales se destacaban, entre ellos Miguel Ángel Asturias, Jorge Luís Borges y Alejo Carpentier. Con los maestros del “boom”, Gabriel García Márquez (Colombia), Mario Vargas Llosa (Perú), Carlos Fuentes (Méjico), Julio Cortázar (Argentina), José Donoso (Chile) y Guillermo Cabrera Infante (Cuba), nacía una literatura más vibrante y más imaginativa. Todos tenían maestros comunes: Jorge Luís Borges, Juan Rulfo, Ernest Hemingway, Virginia Woolf, la literatura Rusa, Franz Kafka, Jean Paul Sartre, Horacio Quiroga, Juan Bosch, Gustave Flaubert, Albert Camus y William Faulkner.
Si bien el “boom” ha tenido muchos detractores, llegando incluso a ser considerado simple y llanamente como una propaganda bien montada de las editoriales para vender libros, no hay dudas que el tiempo se ha encargado de desmentir esto último y la calidad de esos autores, y la literatura que representan, ha ganado el respeto internacional que merece. Hoy existen innumerables premios como incentivo a la creatividad literaria, y todo se puede trazar hasta el “boom”.
Pero el “boom” tuvo un significado mayor. La reacción en cadena que desató en forma de actividad literaria, y que se conserva hasta nuestros días, hizo obligatorio el estudio de las obras de otros autores, incluyendo la literatura brasileña. Críticos como Ernesto Volkening, Luís Harss, Mario Benedetti (autor destacado de ficciones y poesía, además), Julio Ortega y Emir Rodríguez Monegal, entre otros, hicieron un trabajo espléndido de investigación para ayudar al respecto. Y los mismos autores, por medio de entrevistas y ensayos, ayudaron en la comprensión de sus obras y las de sus colegas. Caso ilustrativo, el exhaustivo libro “García Márquez, Historia de un Deicidio”, que Vargas Llosa escribiera acerca del proceso creativo en la obra de García Márquez. Casi todo lo que leí en el primer tomo de las memorias del Gabo, “Vivir para contarla”, ya lo conocía a través de ese libro excelente de vargas Llosa.
Durante este período y los que le siguieron, las revistas y suplementos literarios florecieron en el continente y allende los mares. Uno de esos fenómenos de colaboración internacional fue la revista trimestral “Libre”. Publicada en Francia, bajo la dirección de Plinio Apuleyo Mendoza; su lista de más de treinta colaboradores por edición era un “quien es quien” de la literatura del momento. Aunque sólo sobrevivió durante cuatro números, fue, junto a la revista de Casa de las Américas, de Cuba, un foro importantísimo de difusión. Tengo la dicha de contar con tres de esos ejemplares de Libre, pues el cuarto, que tenía un importantísimo trabajo de Juan Bosch sobre los Panteras Negras, lo perdí en un tren en New York.
Las polémicas que se desataron fueron también un motor impulsor de actividad literaria de primer orden. Comenzó con la acusación que hiciera Miguel Ángel Asturias, premio Nóbel guatemalteco, a García Márquez, señalando que Cien Años de Soledad era un plagio de La Búsqueda de lo Absoluto de Honorato de Balzac. La polarización y el rompimiento de muchos escritores con la Revolución Cubana, por el encarcelamiento del poeta Heberto Padilla en la Isla, fue otro episodio de resonancia que agregó chispa a las letras del continente. Asimismo, fue importante la famosa polémica que sostuvo Oscar Collazos, de Colombia, con Julio Cortázar y Mario Vargas Llosa, recogida en el libro “Literatura en la Revolución y Revolución en la Literatura”. En Librusa (www.librusa.com), apareció hace un tiempo una entrevista con Collazos en la que rememora ese evento.
Hoy los autores del “boom” han encanecido, algunos, y como los maestros, otros han muerto. Pero su voz nunca ha callado y sus obras posteriores, en la mayoría de los casos, han sido tan excepcionales, como las que los elevó a la fama. Uno de ellos, García Márquez, ganó el Nóbel de literatura en 1982; dos de los que nos quedan, Vargas Llosa y Carlos Fuentes, han ganado todos los premios importantes de la literatura hispana y, junto a Ernesto Sábato, son candidatos perennes al Nóbel. Esperamos que lo ganen pronto, sobretodo Sábato que ya anda cerca de los 100. Gracias al “Boom”, la narrativa latinoamericana goza hoy del mismo respeto en el mundo de que gozaba nuestra poesía en la que hace tiempo se destacaban las figuras de Rubén Darío, César vallejo, Gabriela Mistral y Pablo Neruda, entre otros.
martes, 4 de octubre de 2011
Gabriel García Márquez: La siesta del martes
El tren salió del trepidante corredor de rocas bermejas, penetró en las plantaciones de banano, simétricas e interminables, y el aire se hizo úmedo y no se volvió a sentir la brisa del mar. Una humareda sofocante entró por la ventanilla del vagón. En el estrecho camino paralelo a la vía férrea había carretas de bueyes cargadas de racimos verdes. Al otro lado del camino, en intempestivos espacios sin sembrar, había oficinas con ventiladores eléctricos, campamentos de ladrillos rojos y residencias con sillas y mesitas blancas en las terrazas entre palmeras y rosales polvorientos. Eran las once de la mañana y áun no había empezado el calor.
-Es mejor que subas el vidrio -dijo la mujer-. El pelo se te va a llenar de carbón.
La niña trató de hacerlo pero la persiana estaba bloqueada por óxido.
Eran los únicos pasajeros en el escueto vagón de tercera clase. Como el humo de la locomotora siguió entrando por la ventanilla, la niña abandonó el puesto y puso en su lugar los únicos objetos que llevaban; una bolsa de material plástico con cosas de comer y un ramo de flores envuelto en papel de periódicos. Se sentó en el asiento opuesto, alejada de la ventanilla, de frente a su madre. Ambas guardaban un luto riguroso y pobre.
La niña tenía doce años y era la primera vez que viajaba. La mujer parecía demasiado vieja para ser su madre, a causa de las venas azules en los párpados y del cuerpo pequeño, blando y sin formas, en un traje cortado como una sotana. Viajaba con la columna vertebral firmemente apoyada contra el espaldar del asiento, sosteniendo en el regazo con ambas manos una cartera de charol desconchado. Tenía la serenidad escrupulosa de la gente acostumbrada a la pobreza.
A las doce había empezado el calor. El tren se detuvo diez minutos en una estación sin pueblo para abastecerse de agua. Afuera, en el misterioso silencio de las plantaciones, la sombra tenía un aspecto limpio. Pero el aire estancado dentro del vagón olía a cuero sin curtir. El tren no volvió a acelerar. Se detuvo en dos pueblos iguales, con casas de madera pintadas de colores vivos. La mujer inclinó la cabeza y se hundió en el sopor. La niña se quitó los zapatos. Después fue a los servicios sanitarios a poner en agua el ramo de flores muertas.
Cuando volvió al asiento la madre la esperaba para comer. Le dio un pedazo de queso, medio bollo de maíz y una galleta dulce, y sacó para ella de la bolsa de material plástico una ración igual. Mientras comían, el tren atravesó muy despacio un puente de hierro y pasó de largo por un pueblo igual a los anteriores, sólo que en éste habia una multitud en la plaza. Una banda de músicos tocaba una pieza alegre bajo el sol aplastante. Al otro lado del pueblo, en una llanura cuarteada por la aridez, terminaban las plantaciones.
La mujer dejó de comer.
-Ponte los zapatos- dijo.
La niña miró hacia el exterior. No vio nada más que la llanura desierta por donde el tren empezaba a correr de nuevo, pero metió en la bolsa el último pedazo de galleta y se puso rápidamente los zapatos. La mujer le dio la peineta.
-Péinate- dijo.
El tren empezó a pitar mientras la niña se peinaba. La mujer se secó el sudor del cuello y se limpió la grasa de la cara con los dedos. Cuando la niña acabó de peinarse el tren pasó frente a las primeras casas de un pueblo más grande pero más triste que los anteriores.
-Si tienes ganas de hacer algo, hazlo ahora -dijo la mujer-. Después, aunque te estés muriendo de sed no tomes agua en ninguna parte. Sobre todo, no vayas a llorar.
La niña aprobó con la cabeza. Por la ventanilla entraba un viento ardiente y seco, mezclado con el pito de la locomotora y el estrépito de los viejos vagones. La mujer enrolló la bolsa con el resto de los alimentos y la metió en la cartera. Por un instante, la imagen total del pueblo, en el luminoso martes de agosto, resplandeció en la ventanilla. La niña envolvió las flores en los periódicos empapados, se apartó un poco más de la ventanilla y miró fijamente a su madre. Ella le devolvió una expresión apacible. El tren acabó de pitar y disminuyó la marcha. Un momento después se detuvo.
No había nadie en la estación. Del otro lado de la calle, en la acera sombreada por los almendros, sólo estaba abierto el salón de billar. El pueblo flotaba en el calor. La mujer y la niña descendieron del tren, atravesaron la estación abandonada cuyas baldosas empezaban a cuartearse por la presión de la hierba, y cruzaron la calle hasta la acera de sombra.
Eran casi las dos. A esa hora, agobiado por el sopor, el pueblo hacía la siesta. Los almacenes, las oficinas públicas, la escuela municipal, se cerraban desde las once y no volvían a abrirse hasta un poco antes de las cuatro, cuando pasaba el tren de regreso. Sólo permanecían abiertos el hotel frente a la estación, su cantina y su salón de billar, y la oficina del telégrafo a un lado de la plaza. Las casas, en su mayoría construidas sobre el modelo de la compañía bananera, tenían las puertas cerradas por dentro y las persianas bajas. En algunas hacía tanto calor que sus habitantes almorzaban en el patio. Otros recostaban un asiento a la sombra de los almendros y hacían la siesta sentados en plena calle.
Buscando siempre la protección de los almendros la mujer y la niña penetraron en el pueblo sin perturbar la siesta. Fueron directamente a la casa cural. La mujer raspó con la uña la red metálica de la puerta, esperó un instante y volvió a llamar. En el interior zumbaba un ventilador eléctrico. No se oyeron los pasos. Se oyó apenas el leve crujido de una puerta y en seguida una voz cautelosa muy cerca de la red metálica: «¿Quién es?» La mujer trató de ver a través de la red metálica.
-Necesito al padre -dijo.
-Ahora está durmiendo.
-Es urgente -insistió la mujer.
Su voz tenía una tenacidad reposada.
La puerta se entreabrió sin ruido y apareció una mujer madura y regordeta, de cutis muy pálido y cabellos color hierro. Los ojos parecían demasiado pequeños detrás de los gruesos cristales de los lentes.
-Sigan -dijo, y acabó de abrir la puerta.
Entraron en una sala impregnada de un viejo olor de flores. La mujer de la casa las condujo hasta un escaño de madera y les hizo señas de que se sentaran. La niña lo hizo, pero su madre permaneció de pie, absorta, con la cartera apretada en las dos manos. No se percibía ningún ruido detrás del ventilador eléctrico.
La mujer de la casa apareció en la puerta del fondo.
-Dice que vuelvan después de las tres -dijo en voz muy baja-. Se acostó hace cinco minutos.
-El tren se va a las tres y media -dijo la mujer.
Fue una réplica breve y segura, pero la voz seguía siendo apacible, con muchos matices. La mujer de la casa sonrió por primera vez.
-Bueno -dijo.
Cuando la puerta del fondo volvió a cerrarse la mujer se sentó junto a su hija. La angosta sala de espera era pobre, ordenada y limpia. Al otro lado de una baranda de madera que dividía la habitación, había una mesa de trabajo, sencilla, con un tapete de hule, y encima de la mesa una máquina de escribir primitiva junto a un vaso con flores. Detrás estaban los archivos parroquiales. Se notaba que era un despacho arreglado por una mujer soltera.
La puerta del fondo se abrió y esta vez apareció el sacerdote limpiando los lentes con un pañuelo. Sólo cuando se los puso pareció evidente que era hermano de la mujer que había abierto la puerta.
-¿Qué se le ofrece? -preguntó.
-Las llaves del cementerio -dijo la mujer.
La niña estaba sentada con las flores en el regazo y los pies cruzados bajo el escaño. El sacerdote la miró, después miró a la mujer y después, a través de la red metálica de la ventana, el cielo brillante y sin nubes.
-Con este calor -dijo-. Han podido esperar a que bajara el sol.
La mujer movió la cabeza en silencio. El sacerdote pasó del otro lado de la baranda, extrajo del armario un cuaderno forrado de hule, un plumero de palo y un tintero, y se sentó a la mesa. El pelo que le faltaba en la cabeza le sobraba en las manos.
¿Qué tumba van a visitar? -preguntó.
-La de Carlos Centeno -dijo la mujer.
-¿Quién?
-Carlos Centeno -repitió la mujer.
El padre siguió sin entender.
-Es el ladrón que mataron aquí la semana pasada -dijo la mujer en el mismo tono-. Yo soy su madre.
El sacerdote la escrutó. Ella lo miró fijamente, con un dominio reposado, y el padre se ruborizó. Bajó la cabeza para escribir. A medida que llenaba la hoja pedía a la mujer los datos de su identidad, y ella respondía sin vacilación, con detalles precisos, como si estuviera leyendo. El padre empezó a sudar. La niña se desabotonó la trabilla del zapato izquierdo, se descalzó el talón y lo apoyó en el contrafuerte. Hizo lo mismo con el derecho.
Todo había empezado el lunes de la semana anterior, a las tres de la madrugada y a pocas cuadras de allí. La señora Rebeca, una viuda solitaria que vivía en una casa llena de cachivaches, sintió a través del rumor de la llovizna que alguien trataba de forzar desde afuera la puerta de la calle. Se levantó, buscó a tientas en el ropero un revólver arcaico que nadie había disparado desde los tiempos del coronel Aureliano Buendía, y fue a la sala sin encender las luces. Orientándose no tanto por el ruido de la cerradura como por un terror desarrollado en ella por 28 añosde soledad, localizó en la imaginación no sólo el sitio donde estaba la puerta sino la altura exacta de la cerradura. Agarró el arma con las dos manos, cerró los ojos y apretó el gatillo. Era la primera vez en su vida que disparaba un revólver. Inmediatamente después de la detonación no sintió nada más que el murmullo de la llovizna en el techo de cinc. Después percibió un golpecito metálico en el andén de cemento y una voz muy baja, apacible, pero terriblemente fatigada: «Ay, mi madre.» El hombre que amaneció muerto frente a la casa, con la nariz despedazada, vestía una franela a rayas de colores, un pantalón ordinario con una soga en lugar de cinturón, y estaba descalzo. Nadie lo conocía en el pueblo.
-De manera que se llamaba Carlos Centeno -murmuró el padre cuando acabó de escribir.
-Centeno Ayala -dijo la mujer-. Era el único varón.
El sacerdote volvió al armario. Colgadas de un clavo en el interior de la puerta había dos llaves grandes y oxidadas, como la niña imaginaba y como imaginaba la madre cuando era niña y como debió imaginar el propio sacerdote alguna vez que eran las llaves de san Pedro. Las descolgó, las puso en el cuaderno abierto sobre la baranda y mostró con el índice un lugar en la página escrita, mirando a la mujer.
-Firme aquí.
La mujer garabateó su nombre, sosteniendo la cartera bajo la axila. La niña recogió las flores, se dirigió a la baranda arrastrando los zapatos y observó atentamente a su madre.
El párroco suspiró.
-¿Nunca trató de hacerlo entrar por el buen camino?
La mujer contestó cuando acabó de firmar.
-Era un hombre muy bueno.
El sacerdote miró alternativamente a la mujer y a la niña y comprobó con una especie de piadoso estupor que no estaban a punto de llorar. La mujer continuó inalterable:
-Yo le decía que nunca robara nada que le hiciera falta a alguien para comer, y él me hacía caso. En cambio, antes, cuando boxeaba, pasaba hasta tres días en la cama postrado por los golpes.
-Se tuvo que sacar todos los dientes -intervino la niña.
-Así es -confirmó la mujer-. Cada bocado que me comía en ese tiempo me sabía a los porrazos que le daban a mi hijo los sábados a la noche.
-La voluntad de Dios es inescrutable -dijo el padre.
Pero lo dijo sin mucha convicción, en parte porque la experiencia lo había vuelto un poco escéptico, y en parte por el calor. Les recomendó que se protegieran la cabeza para evitar la insolación. Les indicó bostezando y ya casi completamente dormido, cómo debían hacer para encontrar la tumba de Carlos Centeno. Al regreso no tenían que tocar. Debían meter la llave por debajo de la puerta, y poner allí mismo, si tenían, una limosna para la Iglesia. La mujer escuchó las explicaciones con mucha atención, pero dio las gracias sin sonreír.
Desde antes de abrir la puerta de la calle el padre se dio cuenta de que había alguien mirando hacia dentro, las narices aplastadas contra la red metálica. Era un grupo de niños. Cuando la puerta se abrió por completo los niños se dispersaron. A esa hora, de ordinario, no había nadie en la calle. Ahora no sólo estaban los niños. Había grupos bajo los almendros. El padre examinó la calle distorsionada por la reverberación, y entonces comprendió. Suavemente volvió a cerrar la puerta.
-Esperen un minuto -dijo, sin mirar a la mujer.
Su hermana apareció en la puerta del fondo, con una chaqueta negra sobre la camisa de dormir y el cabello suelto en los hombros. Miró al padre en silencio.
-¿Qué fue? -preguntó él.
-La gente se ha dado cuenta -murmuró su hermana.
-Es mejor que salgan por la puerta del patio -dijo el padre.
-Es lo mismo -dijo su hermana-. Todo el mundo está en las ventanas.
La mujer parecía no haber comprendido hasta entonces. Trató de ver la calle a través de la red metálica. Luego le quitó el ramo de flores a la niña y empezó a moverse hacia la puerta. La niña la siguió.
-Esperen a que baje el sol -dijo el padre.
-Se van a derretir -dijo su hermana, inmóvil en el fondo de la sala-. Espérense y les presto una sombrilla.
-Gracias -replicó la mujer-. Así vamos bien.
Tomó a la niña de la mano y salió a la calle.
-Es mejor que subas el vidrio -dijo la mujer-. El pelo se te va a llenar de carbón.
La niña trató de hacerlo pero la persiana estaba bloqueada por óxido.
Eran los únicos pasajeros en el escueto vagón de tercera clase. Como el humo de la locomotora siguió entrando por la ventanilla, la niña abandonó el puesto y puso en su lugar los únicos objetos que llevaban; una bolsa de material plástico con cosas de comer y un ramo de flores envuelto en papel de periódicos. Se sentó en el asiento opuesto, alejada de la ventanilla, de frente a su madre. Ambas guardaban un luto riguroso y pobre.
La niña tenía doce años y era la primera vez que viajaba. La mujer parecía demasiado vieja para ser su madre, a causa de las venas azules en los párpados y del cuerpo pequeño, blando y sin formas, en un traje cortado como una sotana. Viajaba con la columna vertebral firmemente apoyada contra el espaldar del asiento, sosteniendo en el regazo con ambas manos una cartera de charol desconchado. Tenía la serenidad escrupulosa de la gente acostumbrada a la pobreza.
A las doce había empezado el calor. El tren se detuvo diez minutos en una estación sin pueblo para abastecerse de agua. Afuera, en el misterioso silencio de las plantaciones, la sombra tenía un aspecto limpio. Pero el aire estancado dentro del vagón olía a cuero sin curtir. El tren no volvió a acelerar. Se detuvo en dos pueblos iguales, con casas de madera pintadas de colores vivos. La mujer inclinó la cabeza y se hundió en el sopor. La niña se quitó los zapatos. Después fue a los servicios sanitarios a poner en agua el ramo de flores muertas.
Cuando volvió al asiento la madre la esperaba para comer. Le dio un pedazo de queso, medio bollo de maíz y una galleta dulce, y sacó para ella de la bolsa de material plástico una ración igual. Mientras comían, el tren atravesó muy despacio un puente de hierro y pasó de largo por un pueblo igual a los anteriores, sólo que en éste habia una multitud en la plaza. Una banda de músicos tocaba una pieza alegre bajo el sol aplastante. Al otro lado del pueblo, en una llanura cuarteada por la aridez, terminaban las plantaciones.
La mujer dejó de comer.
-Ponte los zapatos- dijo.
La niña miró hacia el exterior. No vio nada más que la llanura desierta por donde el tren empezaba a correr de nuevo, pero metió en la bolsa el último pedazo de galleta y se puso rápidamente los zapatos. La mujer le dio la peineta.
-Péinate- dijo.
El tren empezó a pitar mientras la niña se peinaba. La mujer se secó el sudor del cuello y se limpió la grasa de la cara con los dedos. Cuando la niña acabó de peinarse el tren pasó frente a las primeras casas de un pueblo más grande pero más triste que los anteriores.
-Si tienes ganas de hacer algo, hazlo ahora -dijo la mujer-. Después, aunque te estés muriendo de sed no tomes agua en ninguna parte. Sobre todo, no vayas a llorar.
La niña aprobó con la cabeza. Por la ventanilla entraba un viento ardiente y seco, mezclado con el pito de la locomotora y el estrépito de los viejos vagones. La mujer enrolló la bolsa con el resto de los alimentos y la metió en la cartera. Por un instante, la imagen total del pueblo, en el luminoso martes de agosto, resplandeció en la ventanilla. La niña envolvió las flores en los periódicos empapados, se apartó un poco más de la ventanilla y miró fijamente a su madre. Ella le devolvió una expresión apacible. El tren acabó de pitar y disminuyó la marcha. Un momento después se detuvo.
No había nadie en la estación. Del otro lado de la calle, en la acera sombreada por los almendros, sólo estaba abierto el salón de billar. El pueblo flotaba en el calor. La mujer y la niña descendieron del tren, atravesaron la estación abandonada cuyas baldosas empezaban a cuartearse por la presión de la hierba, y cruzaron la calle hasta la acera de sombra.
Eran casi las dos. A esa hora, agobiado por el sopor, el pueblo hacía la siesta. Los almacenes, las oficinas públicas, la escuela municipal, se cerraban desde las once y no volvían a abrirse hasta un poco antes de las cuatro, cuando pasaba el tren de regreso. Sólo permanecían abiertos el hotel frente a la estación, su cantina y su salón de billar, y la oficina del telégrafo a un lado de la plaza. Las casas, en su mayoría construidas sobre el modelo de la compañía bananera, tenían las puertas cerradas por dentro y las persianas bajas. En algunas hacía tanto calor que sus habitantes almorzaban en el patio. Otros recostaban un asiento a la sombra de los almendros y hacían la siesta sentados en plena calle.
Buscando siempre la protección de los almendros la mujer y la niña penetraron en el pueblo sin perturbar la siesta. Fueron directamente a la casa cural. La mujer raspó con la uña la red metálica de la puerta, esperó un instante y volvió a llamar. En el interior zumbaba un ventilador eléctrico. No se oyeron los pasos. Se oyó apenas el leve crujido de una puerta y en seguida una voz cautelosa muy cerca de la red metálica: «¿Quién es?» La mujer trató de ver a través de la red metálica.
-Necesito al padre -dijo.
-Ahora está durmiendo.
-Es urgente -insistió la mujer.
Su voz tenía una tenacidad reposada.
La puerta se entreabrió sin ruido y apareció una mujer madura y regordeta, de cutis muy pálido y cabellos color hierro. Los ojos parecían demasiado pequeños detrás de los gruesos cristales de los lentes.
-Sigan -dijo, y acabó de abrir la puerta.
Entraron en una sala impregnada de un viejo olor de flores. La mujer de la casa las condujo hasta un escaño de madera y les hizo señas de que se sentaran. La niña lo hizo, pero su madre permaneció de pie, absorta, con la cartera apretada en las dos manos. No se percibía ningún ruido detrás del ventilador eléctrico.
La mujer de la casa apareció en la puerta del fondo.
-Dice que vuelvan después de las tres -dijo en voz muy baja-. Se acostó hace cinco minutos.
-El tren se va a las tres y media -dijo la mujer.
Fue una réplica breve y segura, pero la voz seguía siendo apacible, con muchos matices. La mujer de la casa sonrió por primera vez.
-Bueno -dijo.
Cuando la puerta del fondo volvió a cerrarse la mujer se sentó junto a su hija. La angosta sala de espera era pobre, ordenada y limpia. Al otro lado de una baranda de madera que dividía la habitación, había una mesa de trabajo, sencilla, con un tapete de hule, y encima de la mesa una máquina de escribir primitiva junto a un vaso con flores. Detrás estaban los archivos parroquiales. Se notaba que era un despacho arreglado por una mujer soltera.
La puerta del fondo se abrió y esta vez apareció el sacerdote limpiando los lentes con un pañuelo. Sólo cuando se los puso pareció evidente que era hermano de la mujer que había abierto la puerta.
-¿Qué se le ofrece? -preguntó.
-Las llaves del cementerio -dijo la mujer.
La niña estaba sentada con las flores en el regazo y los pies cruzados bajo el escaño. El sacerdote la miró, después miró a la mujer y después, a través de la red metálica de la ventana, el cielo brillante y sin nubes.
-Con este calor -dijo-. Han podido esperar a que bajara el sol.
La mujer movió la cabeza en silencio. El sacerdote pasó del otro lado de la baranda, extrajo del armario un cuaderno forrado de hule, un plumero de palo y un tintero, y se sentó a la mesa. El pelo que le faltaba en la cabeza le sobraba en las manos.
¿Qué tumba van a visitar? -preguntó.
-La de Carlos Centeno -dijo la mujer.
-¿Quién?
-Carlos Centeno -repitió la mujer.
El padre siguió sin entender.
-Es el ladrón que mataron aquí la semana pasada -dijo la mujer en el mismo tono-. Yo soy su madre.
El sacerdote la escrutó. Ella lo miró fijamente, con un dominio reposado, y el padre se ruborizó. Bajó la cabeza para escribir. A medida que llenaba la hoja pedía a la mujer los datos de su identidad, y ella respondía sin vacilación, con detalles precisos, como si estuviera leyendo. El padre empezó a sudar. La niña se desabotonó la trabilla del zapato izquierdo, se descalzó el talón y lo apoyó en el contrafuerte. Hizo lo mismo con el derecho.
Todo había empezado el lunes de la semana anterior, a las tres de la madrugada y a pocas cuadras de allí. La señora Rebeca, una viuda solitaria que vivía en una casa llena de cachivaches, sintió a través del rumor de la llovizna que alguien trataba de forzar desde afuera la puerta de la calle. Se levantó, buscó a tientas en el ropero un revólver arcaico que nadie había disparado desde los tiempos del coronel Aureliano Buendía, y fue a la sala sin encender las luces. Orientándose no tanto por el ruido de la cerradura como por un terror desarrollado en ella por 28 añosde soledad, localizó en la imaginación no sólo el sitio donde estaba la puerta sino la altura exacta de la cerradura. Agarró el arma con las dos manos, cerró los ojos y apretó el gatillo. Era la primera vez en su vida que disparaba un revólver. Inmediatamente después de la detonación no sintió nada más que el murmullo de la llovizna en el techo de cinc. Después percibió un golpecito metálico en el andén de cemento y una voz muy baja, apacible, pero terriblemente fatigada: «Ay, mi madre.» El hombre que amaneció muerto frente a la casa, con la nariz despedazada, vestía una franela a rayas de colores, un pantalón ordinario con una soga en lugar de cinturón, y estaba descalzo. Nadie lo conocía en el pueblo.
-De manera que se llamaba Carlos Centeno -murmuró el padre cuando acabó de escribir.
-Centeno Ayala -dijo la mujer-. Era el único varón.
El sacerdote volvió al armario. Colgadas de un clavo en el interior de la puerta había dos llaves grandes y oxidadas, como la niña imaginaba y como imaginaba la madre cuando era niña y como debió imaginar el propio sacerdote alguna vez que eran las llaves de san Pedro. Las descolgó, las puso en el cuaderno abierto sobre la baranda y mostró con el índice un lugar en la página escrita, mirando a la mujer.
-Firme aquí.
La mujer garabateó su nombre, sosteniendo la cartera bajo la axila. La niña recogió las flores, se dirigió a la baranda arrastrando los zapatos y observó atentamente a su madre.
El párroco suspiró.
-¿Nunca trató de hacerlo entrar por el buen camino?
La mujer contestó cuando acabó de firmar.
-Era un hombre muy bueno.
El sacerdote miró alternativamente a la mujer y a la niña y comprobó con una especie de piadoso estupor que no estaban a punto de llorar. La mujer continuó inalterable:
-Yo le decía que nunca robara nada que le hiciera falta a alguien para comer, y él me hacía caso. En cambio, antes, cuando boxeaba, pasaba hasta tres días en la cama postrado por los golpes.
-Se tuvo que sacar todos los dientes -intervino la niña.
-Así es -confirmó la mujer-. Cada bocado que me comía en ese tiempo me sabía a los porrazos que le daban a mi hijo los sábados a la noche.
-La voluntad de Dios es inescrutable -dijo el padre.
Pero lo dijo sin mucha convicción, en parte porque la experiencia lo había vuelto un poco escéptico, y en parte por el calor. Les recomendó que se protegieran la cabeza para evitar la insolación. Les indicó bostezando y ya casi completamente dormido, cómo debían hacer para encontrar la tumba de Carlos Centeno. Al regreso no tenían que tocar. Debían meter la llave por debajo de la puerta, y poner allí mismo, si tenían, una limosna para la Iglesia. La mujer escuchó las explicaciones con mucha atención, pero dio las gracias sin sonreír.
Desde antes de abrir la puerta de la calle el padre se dio cuenta de que había alguien mirando hacia dentro, las narices aplastadas contra la red metálica. Era un grupo de niños. Cuando la puerta se abrió por completo los niños se dispersaron. A esa hora, de ordinario, no había nadie en la calle. Ahora no sólo estaban los niños. Había grupos bajo los almendros. El padre examinó la calle distorsionada por la reverberación, y entonces comprendió. Suavemente volvió a cerrar la puerta.
-Esperen un minuto -dijo, sin mirar a la mujer.
Su hermana apareció en la puerta del fondo, con una chaqueta negra sobre la camisa de dormir y el cabello suelto en los hombros. Miró al padre en silencio.
-¿Qué fue? -preguntó él.
-La gente se ha dado cuenta -murmuró su hermana.
-Es mejor que salgan por la puerta del patio -dijo el padre.
-Es lo mismo -dijo su hermana-. Todo el mundo está en las ventanas.
La mujer parecía no haber comprendido hasta entonces. Trató de ver la calle a través de la red metálica. Luego le quitó el ramo de flores a la niña y empezó a moverse hacia la puerta. La niña la siguió.
-Esperen a que baje el sol -dijo el padre.
-Se van a derretir -dijo su hermana, inmóvil en el fondo de la sala-. Espérense y les presto una sombrilla.
-Gracias -replicó la mujer-. Así vamos bien.
Tomó a la niña de la mano y salió a la calle.
lunes, 11 de julio de 2011
WALKING AROUND
Sucede que me canso de ser hombre.
Sucede que entro en las sastrerías y en los cines
marchito, impenetrable, como un cisne de fieltro
navegando en un agua de origen y ceniza.
El olor de las peluquerías me hace llorar a gritos.
Sólo quiero un descanso de piedras o de lana,
sólo quiero no ver establecimientos ni jardines,
ni mercaderías, ni anteojos, ni ascensores.
Sucede que me canso de mis pies y mis uñas
y mi pelo y mi sombra.
Sucede que me canso de ser hombre.
Sin embargo sería delicioso
asustar a un notario con un lirio cortado
o dar muerte a una monja con un golpe de oreja.
Sería bello
ir por las calles con un cuchillo verde
y dando gritos hasta morir de frío.
No quiero seguir siendo raíz en las tinieblas,
vacilante, extendido, tiritando de sueño,
hacia abajo, en las tripas moradas de la tierra,
absorbiendo y pensando, comiendo cada día.
No quiero para mí tantas desgracias.
no quiero continuar de raíz y de tumba,
de subterráneo solo, de bodega con muertos,
aterido, muriéndome de pena.
Por eso el día lunes arde como el petróleo
cuando me ve llegar con mi cara de cárcel,
y aúlla en su transcurso como una rueda herida,
y da pasos de sangre caliente hacia la noche.
Y me empuja a ciertos rincones, a ciertas casas húmedas,
a hospitales donde los huesos salen por la ventana,
a ciertas zapaterías con olor a vinagre,
a calles espantosas como grietas.
Hay pájaros de color de azufre y horribles intestinos
colgando de las puertas de las casas que odio,
hay dentaduras olvidadas en una cafetera,
hay espejos
que debieran haber llorado de vergüenza y espanto,
hay paraguas en todas partes, y venenos, y ombligos.
Yo paseo con calma, con ojos, con zapatos,
con furia, con olvido,
paso, cruzo oficinas y tiendas de ortopedia,
y patios donde hay ropas colgadas de un alambre:
calzoncillos, toallas y camisas que lloran
lentas lágrimas sucias.
Sucede que entro en las sastrerías y en los cines
marchito, impenetrable, como un cisne de fieltro
navegando en un agua de origen y ceniza.
El olor de las peluquerías me hace llorar a gritos.
Sólo quiero un descanso de piedras o de lana,
sólo quiero no ver establecimientos ni jardines,
ni mercaderías, ni anteojos, ni ascensores.
Sucede que me canso de mis pies y mis uñas
y mi pelo y mi sombra.
Sucede que me canso de ser hombre.
Sin embargo sería delicioso
asustar a un notario con un lirio cortado
o dar muerte a una monja con un golpe de oreja.
Sería bello
ir por las calles con un cuchillo verde
y dando gritos hasta morir de frío.
No quiero seguir siendo raíz en las tinieblas,
vacilante, extendido, tiritando de sueño,
hacia abajo, en las tripas moradas de la tierra,
absorbiendo y pensando, comiendo cada día.
No quiero para mí tantas desgracias.
no quiero continuar de raíz y de tumba,
de subterráneo solo, de bodega con muertos,
aterido, muriéndome de pena.
Por eso el día lunes arde como el petróleo
cuando me ve llegar con mi cara de cárcel,
y aúlla en su transcurso como una rueda herida,
y da pasos de sangre caliente hacia la noche.
Y me empuja a ciertos rincones, a ciertas casas húmedas,
a hospitales donde los huesos salen por la ventana,
a ciertas zapaterías con olor a vinagre,
a calles espantosas como grietas.
Hay pájaros de color de azufre y horribles intestinos
colgando de las puertas de las casas que odio,
hay dentaduras olvidadas en una cafetera,
hay espejos
que debieran haber llorado de vergüenza y espanto,
hay paraguas en todas partes, y venenos, y ombligos.
Yo paseo con calma, con ojos, con zapatos,
con furia, con olvido,
paso, cruzo oficinas y tiendas de ortopedia,
y patios donde hay ropas colgadas de un alambre:
calzoncillos, toallas y camisas que lloran
lentas lágrimas sucias.
PABLO NERUDA
l tercer gran libro de Neruda se titula Residencia en la tierra; su primera parte apareció en Santiago el año 1933; dos años después reaparecía en Madrid. Mas sería injusto omitir tres libros de extensión pequeña publicados en 1926: Anillos, prosa en colaboración con Tomás Lago; El habitante y su esperanza, única novela del autor; y Tentativa del hombre infinito, en que el verso libre y la carencia de puntuación son una muestra externa aunque válida del afán nerudiano de volcar su poesía por cauces definitivamente renovadores. El fragmento último de Tentativa, que se inicia con el verso "el mes de junio se extendió de repente en el tiempo con seriedad y exactitud", revela también un primer contacto del poeta con la poesía onírica y con recursos desarrollados por los vanguardistas europeos e hispanoamericanos: enumeración caótica ("los cinematógrafos desocupados el olor de los cementerios / los buques destruidos las tristezas"), frecuente uso de la sinestesia ("color de violín" "Olor de la larga distancia"), imágenes desligadas de cualquiera connotación imitativa ("sentado en esa última sombra"), invenciones de palabras ("barcarolero") . Estos recursos fueron aprovechados en forma más cabal en libros futuros, pero es importante señalar su empleo temprano en la obra de Neruda. La vanguardia literaria vivió muy apegada a las innovaciones formales, a la renovación externa, al intento de revolucionar las letras. En Chile el caso más claro de esta preocupación es el de Vicente Huidobro; quien verdaderamente poseía un genio poético superior que, sin embargo, por momentos fue opacado por sus pretensiones más o menos pueriles de uso prioritario o exclusivo de ciertos recursos. Neruda se puso a la moda con Tentativa, y la afirmación no tiene ningún alcance peyorativo. Fue un intento serio, logrado en parte, en parte fracasado por hacer lo que se hacía en Francia y otros lugares artísticamente importantes. El genio propio no renunciaba a nada, mas procuraba incorporarse a las corrientes nuevas que en Chile tenían en Huidobro un corifeo destacado. El libro presenta un cierto carácter experimental. Su verso largo, su definitivo alejamiento de la rima, la falta de puntuación tenían una correspondencia en el fluir bastante libre del subconsciente y en las imágenes creadoras nacidas de asociaciones desapegadas de la realidad natural. Pero tras todo ello estaba la desmesura nerudiana que buscaba una integración total en el universo, una visión completa del acontecer propio y del mundo, una... tentativa infinita, en que el sustantivo subraya el aspecto, de prueba, de ensayo, de experimento, y el adjetivo la grandiosidad y la fuerza del proyecto.
Sería injusto también omitir El hondero entusiasta, poemario de la década del veinte editado sólo en 1933. En él gestos acezantes y desmesurados sirven como "documento de una juventud excesiva y ardiente", según advierte el autor en el Prólogo a la segunda edición. El afán expresivo no se controla, la subjetividad delirante irrumpe sin medida, el amor y la angustia se hermanan en versos acumulados febrilmente:
Quiero abrir en los muros una puerta.
Eso quiero. Eso deseo. Clamo. Grito. Lloro. Deseo.
Soy el más doloroso y el más débil. Lo quiero.
El lejano, hacia donde ya no hay más que la nada.
Ninguna de estas obras supera los dos libros iniciales ni alcanza las dimensiones ni la resonancia de Residencia en la tierra, que pasamos a estudiar, pero sirven de puente entre el comienzo sentimental y melancólico y la primera gran madurez de una obra definitiva.
El título Residencia en la tierra es ya un logro. Se habla de Neruda como del poeta residenciario. Y es que, como veremos, sintetiza de manera superior toda una actitud, toda una poética; toda una metafísica, según algunos [6] Apunta, desde luego, a una dimensión espacial antes que de tiempo o de tensión interhumana. El autor se aleja así en gran medida de los temas y de los motivos, también del temple de ánimo, de Crepusculario y los Veinte poemas de amor. Escribe desde un sitio antes que desde un instante o de una situación. Si se quiere, escribe desde una situación determinada por su localización en el espacio. Es un lugar donde, quiéralo o no, tiene su morada. Esta morada es un en torno que de alguna manera es también un encierro. Lejos la idea de casa o de hogar. El sitio, de dimensiones cósmicas, es la tierra, término que vale también por su oposición a cielo. Se trata de un aquí no de un allá. La tierra es, a pesar de su dimensión enorme, lo inmediato, lo palpable y lo que roza, lo que se tiene o se puede tener naturalmente. Es algo habitable por el hombre, susceptible de ser recorrido y ocupado a través de su quehacer sin fin. Tierra que es geografía y geología a la vez, extensión y profundidad.No es un mundo con color local -Chile, el sur, por ejemplo-, sino algo más amplio aunque muy concreto y tangible. No es el concepto de tierra, pero tampoco es la tierra lugareña. Más bien, una tierra como espacio natural para una vida humana que no sabe de tiendas celestes, en el sentido de tiendas trascendentales. Se está lejos asimismo del espacio épico que el homo viator -héroe épico por excelencia- ha de recorrer o conquistar. Y más lejos, si cabe, del espacio idílico tipificado por la poesía bucólica en que todo es placentero y hermoso. El poblador de la residencia nerudiana es el propio hablante lírico, no un viajero individual o un héroe individual o colectivo. Mas no es el habitante plácido o lloroso que tiene en su "locus amoenus' el marco siempre adecuado para la manifestación de los sentimientos de amor ideal a la muchacha de sus preferencias. Esta es una residencia difícil, hirsuta y áspera, más inevitable, fecunda, fuerte, generadora de vida y de muerte. Es residencia común para los hombres a la vez que residencia propia del yo poético que requiere instalación suficiente dondequiera que se halle. Es contorno poético no menos que mundo exterior real reconocible en las piedras, el agua, la luz, las amapolas, las habitaciones, las calles, las uvas o el fuego que lo integran y lo revelan. Si "Monzón de Mayo" y "Entierro en el Este" delatan muy directamente, con elementos incluso anecdóticos, experiencias de la vida del autor en el Asia sudoriental, lo más del libro no se deja con facilidad limitar geográficamente, en la misma medida que esta tierra toda es toda geografía. En relación al espacio evocado en los dos libros iniciales, el de las Residencias es enormemente más complejo. Ya no se trata sólo de la descripción de una naturaleza acorde con el sentir lírico, sino de una realidad que cuenta por sí misma y que se impone al poeta como un personaje más o, a veces, como el personaje protagónico de la creación. No es tampoco esa realidad mayor que absorbía a la amada y con la cual tendía por momentos a confundirse el hablante poético; se trata de un mundo en el cual el hombre está del todo inmerso, del cual es una parte pequeña y en el que se mueve sin posibilidades (ni voluntad) de alterarlo. No importa que este mundo sea urbano ("Yo trabajo de noche, rodeado de ciudad"), rural, oceánico, subterráneo o aéreo. No siempre importa siquiera hacer estas distinciones, que lo que cuenta es la materia densa o sutil, seca o húmeda, diurna o sombría. Si hay alguna preferencia es por lo nocturno, es decir, por una de las expresiones periódicas de esta naturaleza cambiante y heterogénea. El poeta sabe hacer mejor el canto de las noches que el de los días: la frase vale de modo especial para las Residencias, aunque procede de Tentativa del hombre infinito. ¿Por qué esta elección singular? Más que la culminación de una actitud romántica, es del caso ver en ella la preferencia por lo caótico y lo informe, lo anárquico y confundidor. Estamos en la época del Neruda que ama lo vago y lo indeterminado, lo confuso.
Si el yo reside en la tierra, la tierra reside en el yo, colmándolo con su materia, ahogándolo y destruyéndolo; haciéndolo vivir también en esta destrucción o a partir de ella. Hay una cabal interdependencia hombre-tierra, poeta residente y residido, yo y lo demás. Este no yo puede consistir en seres vivos. Si recién se vio al yo cercado de ciudad, en "Caballero solo" se le ve rodeado de animales y de personas que se buscan sexualmente:
Seguramente, eternamente me rodea
este gran bosque respiratorio y enredado
con grandes flores como bocas y dentaduras
y negras raíces en forma de uñas y zapatos.
Y hasta el propio poeta se objetiviza a veces y pasa a ser sitio de residencia. Así en "Ritual de mis piernas":
Miro mis piernas como si pertenecieran a otro cuerpo,
y fuerte y dulcemente estuvieran apegadas a mis entrañas.
Esta tierra es dada al poeta y no corresponde mejorarla. El hombre es ahí, en ella está y vive, se desarrolla, ama, procrea, muere, se transforma. Se la sufra o se la goce, es una realidad en la que no cabe manipulación alguna con fines éticos, estéticos o políticos. Se detecta las cosas y las situaciones, no se las elimina ni se las cambia. No hay tarea embellecedora, por ejemplo, o de mejoramientos morales o de otra índole. No es un mundo para la solidaridad ni para la insolidaridad. Es, sencillamente, y en él es inevitable continuar y prolongarse. El poeta es un mero captador de cuanto existe y sucede, y por ello Amado Alonso ha podido hablar del poeta antena a propósito del autor de las Residencias. [7] Cabalmente se ve esta situación en el poema "Arte poética", que pasamos a comentar. Léase su texto:
Entre sombra y espacio, entre guarniciones y doncellas,
dotado de corazón singular y sueños funestos,
precipitadamente pálido, marchito en la frente
y con luto de viudo furioso por cada día de vida,
ay, para cada agua invisible que bebo soñolientamente
y de todo sonido que acojo temblando,
tengo la misma sed ausente y la misma fiebre fría
un oído que nace, una angustia indirecta,
como si llegaran ladrones o fantasmas,
y en una cáscara de extensión fija y profunda,
como un camarero humillado, como una campana un poco ronca,
como un espejo viejo, como un olor de casa sola
en la que los huéspedes entran de noche perdidamente ebrios,
y hay un olor de ropa tirada al suelo, y una ausencia de flores
-posiblemente de otro modo aún menos melancólico-,
pero, la verdad, de pronto, el viento que azota mi pecho,
las noches de substancia infinita caídas en mi dormitorio,
el ruido de un día que arde con sacrificio
me piden lo profético que hay en mí, con melancolía
y un golpe de objetos que llaman sin ser respondidos
hay, y un movimiento sin tregua, y un nombre confuso.
Sorprende que en los veintiún largos versos transcritos no haya más punto que el final. Es una sola oración alterada, larga, contradicha, explicitada por un sinfín de términos extraños y negativos que desconciertan al lector. Mal parecen, desde luego, obedecer al título "Arte poética", de ordinario denotador de ideas del autor acerca de su poesía, de la belleza, del quehacer poético ajeno. El lector no logra con facilidad poner orden, por así decirlo, en estas líneas. Ya hablan ellas en primera persona -bebo, acojo, tengo-, ya en forma impersonal: hay un olor de ropa tirada al suelo. El primer verso es de indeterminación completa, de modo que no cabe apoyarse en él para una ambientación espacial o temporal. Las preposiciones reiteradas llevan de la sombra al espacio, de las guarniciones a las doncellas, o sea de extremo a extremo; dejan por consiguiente un sitio tan vasto que es imposible aprehenderlo, visualizarlo, imaginarlo. A la indeterminación siguen las contradicciones, pues parece haber antagonismo entre la primera y la segunda parte del mismo verso (espacio-guarniciones) y aun entre los términos que conforman aquella parte inicial (sombra-espacio).Los contrastes aumentan en el centro del poema, donde se habla de fiebre fría y de campana un poco ronca, no menos que donde se alude a la sed ausente que se tiene. Prevalece el léxico de significación deprimente, negativa: sombras, funestos, pálido, marchito, luto, viudo, temblando, sed, fiebre, angustia, ladrones, fantasmas, cáscara, humillado, ronca, viejo, sola, ebrios, tirada, ausencia, melancólico, viento, noches, caídas, melancolía, confuso. La presentación como insegura -ladrones o fantasmas, posiblemente de otro modo- y la reacción que se vislumbra - en el verso 16 con esa serie de muletillas propias del lenguaje coloquial (pero, la verdad, de pronto) contribuyen a desalentar cualquier esfuerzo que el lector haga para "comprender"; se ha incrementado la serie de elementos sin aparente conexión entre sí y con el hablante poético. El final es desconsolador, pues queda un movimiento sin tregua y un nombre confuso. No es casual que ésta sea la palabra postrera. Es el remate normal de un poema desconcertante, difícil, inesperado.
Al poeta corresponde establecer las cosas mediante su designación adecuada. En esta "Arte poética" las cosas, acumuladas caóticamente, recuerdan tal obligación (me piden lo profético, llaman); pero recuerdan en vano, ya que no hay más respuesta que la confusión nominal. Lo que permanece no es el término definidor o que capta, el separador, el fundador de una realidad organizada y congruente, sino precisamente lo contrario: se ha fundado una realidad en caos. Se está ante el término borroso, ante la inútil apelación del golpe de objetos. El poeta es un elemento más de ese caos. De allí la mezcla del decir personal y del decir impersonal antes vista. Una queja surge, sin embargo, la que está -representada por la exclamación dolorida del verso quinto. Es un "ay" colocado curiosamente en posición idéntica a sus homólogos "hay" de los versos 14 y 21. Resultan así expresiones anafóricas una lamentación desolada y dos formas del verbo "haber" introductorias del ilimitado mundo de objetos negativos y sin respuesta. Es un rasgo de estilo que expresa bien la paradójica unidad entre los incongruentes universos sombríos de las cosas y del yo. Esta negatividad es la cantada y la que fundamenta el quehacer poético. El poema ha expresado conceptual y estilísticamente la desintegración que todo lo preside. Corresponde cabalmente, por lo mismo, a su título de Poética, pero poética de la destrucción y del deshacerse, de la descomposición, de la residencia en una tierra sujeta a cambios sin sentido, inevitables cambios en los que vive la muerte vestida de almirante, a la espera del final del viaje que nadie puede eludir. [8]
Echando una mirada de conjunto a las Residencias, se observa idéntico pesimismo. Canta a tres poetas muertos (el Conde de Villamediana, Joaquín Cifuentes y Alberto Rojas Jiménez). La "Oda a Federico García Lorca" anticipa extrañamente el asesinato del amigo entrañable. "Sólo la muerte", "El reloj caído en el mar" y "Entierro en el Este" versan sobre el tema del final de la vida. La reunión en el morir de escritores de antes y de hoy, difuntos ya y aun vivos, intensifica esta visión opresora en un desenlace de lutos. Abundan los títulos depresivos: Galope muerto, Débil del alba, Madrigal escrito -en invierno, Fantasma, Lamento lento, Colección nocturna, Tiranía, Sistema sombrío, Sonata y destrucciones, El deshabitado, Tango del viudo, Desespediente, La calle destruida, Melancolía en la familia, Enfermedades en mi casa, El desterrado, Vuelve el otoño. La destrucción, como se ve por esta enumeración, alcanza también a lo ordinariamente tratado en forma grata: el madrigal y la sonata, la casa, la familia, la calle. Residencia en la tierra intensifica la tristeza inicial del poeta y la vincula con un mundo en descomposición. No hay, como bien ha anotado Amado Alonso, mero dolor ante la relación insatisfactoria con la mujer, sino una angustia cósmica asociable al sufrimiento del mundo mismo. El mal afecta tanto al poeta cuanto a las cosas. Ni él ni ellas tienen esperanzas. No hay un calvario soportable por la eventual resurrección, sino sólo muerte, ruinas, destrucciones, insensata actividad. Por momentos parece vislumbrarse alguna salida en el interés por lo natural, contrapuesto siempre con lo artificial criticado acerbamente, mas la puerta se cierra, pues no hay solución alternativa al hecho de la supercivilización rechazado con violencia. De ello hay una muestra precisa en el poema "Ritual de mis piernas". Es del caso decir que Neruda ha tomado claro partido en favor de la naturaleza que le parece amenazada por los productos manufacturados (vestidos, ascensores, cafeteras, tiendas de ortopedia, cines, papeles, dentaduras postizas,, etc.), pero su definición concluye en la denuncia y en la crítica, no va más lejos. En gran parte, el pesimismo general del libro se explica por esta ciudad que lo rodea y lo aparta de aquel campo suyo en que las venas continuaban el rumor de los ríos. Por cierto no se llega, luego de este "menosprecio de corte", a ninguna alabanza de aldea, pues no hay una dicotomía como la tradicional que llevaba al elogio idealizado del campo. No hay ni puede haber aquí idealización alguna. Neruda mantiene su visión negativa cuando se adentra en la naturaleza.
Sólo que en ésta ve el vivir y el morir como algo más normal y, aún, como una fuerza en la que la vida podría generarse y prolongarse.
En "Walking around", uno de los poemas más pesimistas de la lengua española, comparable desde tal ángulo al monólogo de Segismundo de La vida es sueño, hay un asomo humorístico ("Sin embargo sería delicioso / asustar a un notario con un lirio cortado / o dar muerte a una monja con un golpe de oreja") que pronto cede al grito patético y al quehacer vacío. Salidas de tal tipo son excepcionales y en su mismo fracaso intensifican la visión general deprimente que sustenta todo el libro.
El léxico, la métrica libre, la ausencia de rima, las oraciones extensas, la abundancia de expresiones que Hugo Friedrich llamaría desrealizadoras [9] , como incierto, desespediente, destruido, sin piedad, desmesura, interminable, etc., configuran este ambiente depresivo. Una serie de recursos estilísticos lo intensifican. Pensamos, desde luego, en la enumeración caótica, bien estudiada por Leo Spitzer [10] . Es un medio que por su alcance igualador de realidades no análogas contribuye eficazmente a la confusión. Léase como ejemplo una estrofa de "Materia nupcial":
La inundaré de amapolas y relámpagos,
la envolveré en rodillas, en labios, en agujas,
la entraré con pulgadas de epidermis llorando
y presiones de crímenes y pelos empapados.
O el final de "Walking around", título por lo demás muy expresivo del andar dando vueltas sin sentido, del vagar que no conduce a ninguna parte:
Yo paseo con calma, con ojos, con zapatos,
con furia, con olvido,
paso, cruzo oficinas y tiendas de ortopedia
y patios donde hay ropas colgadas de un alambre,
calzoncillos, toallas y camisas que lloran
lentas lágrimas sucias.
Añádase la deliberada corrupción de los elementos tradicionalmente hermosos, como pájaros color del azufre, como la paloma "llena de papeles caídos", como la estrella que despide lodo, como el cisne de fieltro o la campana un poco ronca, como las pensativas niñas casadas con notarios. Repárese en la presencia de expresiones de arrepentimiento, por así decirlo, en algunos versos que se nos entregan tanto en lo rechazado cuanto en lo finalmente aceptado por el poeta (" ... la gente deposita sus confianzas en sórdidas orejas, / los asesinos bajan escaleras, / pero no es esto, sino el viejo galope, / el caballo del viejo otoño que tiembla y dura"). Analícese en fin la estructura misma de numerosos poemas que alternan la expresión lírica con la representación narrativa y con la interpelación e interlocutores vagos que muy pronto han de dejar sus puestos a cosas rotas, utensilios amargos, bestias podridas y el corazón angustiado. Frases hay que sintetizan esta línea y que muestran cabalmente la capacidad del poeta para comprimir todo un pensamiento y toda una actitud a través de imágenes acertadísimas, inolvidables. Es el caso de aquel río que durando se destruye, del comienzo de "No hay olvido". Es un texto que muestra mejor que otros esta idea del vivir hacia la muerte y ya en la muerte. Léase toda la estrofa:
Si me preguntáis en dónde he estado
debo decir "Sucede".
Debo de hablar del suelo que oscurecen las piedras,
del río que durando se destruye:
no sé sino las cosas que los pájaros pierden,
el mar dejado atrás, o mi hermana llorando.
¿Por qué tantas regiones, por qué un día
se junta con un día? ¿Por qué una negra noche
se acumula en la boca? ¿Por qué muertos?
Si me preguntáis de dónde vengo, tengo que conversar con cosas rotas,
con utensilios demasiado amargos,
con grandes bestias a menudo podridas
y con mi acongojado corazón. [11]
¿Qué explicación dar de este libro tan poderoso y pesimista, tan categóricamente encerrador de una cosmovisión negativa que el poeta pronto iba a rechazar? No nos interesa la búsqueda de una respuesta al margen de la obra literaria misma, sino desde ella y a la luz de los propios textos interrogados. Lo primero sea recordar que ya el poemario inicial de Neruda muestra una inclinación a la melancolía, la cual en el libro siguiente se transforma en desesperación. Recuérdese en segundo término que en Tentativa del hombre infinito aflora el mundo del inconsciente en la poesía nerudiana; que allí se aflojan los controles volitivos para dar paso al interior más profundo: "no sé hacer el canto de los días / sin querer suelto el canto la alabanza de las noches" [12] ; y que la ausencia de puntuación de ese libro facilita las asociaciones libres e inesperadas, las„ repeticiones ilógicas, las cacofonías ("admitiendo el cielo profundamente mirando el cielo estoy pensando") y los finales abruptos. Aquí está el antecedente más directo de las Residencias. En Tentativa el surrealismo visita a Neruda, pero la visita no da todos los frutos esperados, quizás porque en sus poemas se deja ver una distancia exagerada de esas realidades concretas e individuales en que el genio poético del autor se mueve a sus anchas. Más de Vicente Huidobro que nerudiano resulta un verso como "yo soy el que deshoja nombres y altas constelaciones de rocío" [13] .Y es que Neruda deshoja mejor árboles, tardes, niñas, pueblos, tristezas o habitaciones que nombres o remotas constelaciones; su modo telúrico y sensual de aprehender la realidad no se compadece con el juego nominal ni con la abstracción necesariamente genérica. Su gran obra -Residencia en la tierra lo demuestra- ocurre por acumulaciones de procedencia onírica antes que por quintaesencias muy bien imaginadas.
La liberación del inconsciente se acentúa en Residencia. Una y otra vez el poeta suelta "sin querer" el canto de las noches de su siquis más profunda. Afloran en borbotones a la palabra poética sueños y ensueños. La concatenación lógica desaparece y es sustituida por una ordenación distinta, la residente en el hondor recóndito del yo. Es un orden paradójicamente caótico, o sea, armonioso de contradicciones, enumeraciones desiguales y asociaciones inesperadas. El hablante se inserta en este caos dándole unidad precisamente por esa inserción. Es un hablante siempre severo, solemne, patético, héroe fluyente sin cortapisas de ningún tipo. El flujo va hacia la individualidad -buque, mujer, madera, apio o poeta- y se introduce por sus intersticios. Lo qué se ve es una corriente en desintegración -el río que durando se destruye- y una serie circular de cosas recorridas que también están cayendo y aniquilándose. La unidad del libro ocurre en términos de este proceso de descomposición cantado con entusiasmo y en forma estilísticamente perfecta. El poeta no se distancia de los objetos que lo habitan y en los que él reside. Esa masa compuesta de un yo total y de un ello que es suma de objetos es lo que aparece en confusión. La palabra expresa y establece este mundo con justeza. No es un canto a la decadencia ni -menos- una crítica social. Es sólo una poesía grandiosa que muestra desde la sicología profunda y por medio de la palabra pertinente una cara al menos de la realidad, en la que no hay historia ni nexo, destino ni sistema, que simplemente existe -"sucede, hay", dice una y otra vez el autor-, que allí está tirada, estropeándose, deshaciéndose, subsistiendo también. Mundo viscoso, vago, turbio, sensual, de húmedos contactos. La muerte está en el puerto a la espera de la llegada inevitable. Es el pozo negro al cual todo confluye, el mar ilimitado que a veces salpica a los pobres humanos asomados a cualquier malecón, agua que en definitiva recibe cuanto está sujeto al tiempo. Lo dice con claridad el poema "El reloj caído en el mar", nombre que bien podría servir de epígrafe para toda la obra. La siguiente estrofa muestra casi gráficamente este irse yendo de cuanto existe hasta el fondo de un océano inexorable:
Los pétalos del tiempo caen inmensamente
como vagos paraguas parecidos al cielo,
creciendo en torno, es apenas
una campana nunca vista,
una rosa inundada, una medusa, un largo
latido quebrantado:
pero no es esto, es algo que toca y gasta apenas,
una confusa huella sin sonido ni pájaros,
un desvanecimiento de perfumes y razas.
Este reloj caído arrastra consigo todo lo que toca. Yace al fin extendido de un extremo al otro del mundo, desvencijado él mismo, porque a la postre también el tiempo cae vencido por el suceder y el sucederse de la realidad. De las aguas finales no se regresa. Una vez en contacto tiempo y cosa, todo entra al mundo de la destrucción, incluso aquél.
Sin embargo y con ser cierto lo recién aseverado, es indispensable complementar este comentario con un nuevo punto de vista que destaca elementos "fundacionales" o de fundamentación esencial de la obra [14] . Se trata de subrayar algo que había quedado en el olvido luego de la ya clásica interpretación de Amado Alonso, a saber, el alcance ontológico de muchos de sus poemas. Leyendo con atención, en efecto, es posible percibir, junto a la realidad negativa ya vista y desde ella misma, un esfuerzo por penetrar en la esencia misma de las cosas, por conocer lo existente y cantarlo, por aprehender y poner de manifiesto cuanto rodea al hombre. En los célebres "Tres cantos materiales", desde luego, hay una evocación por momentos gozosa de la materia:
Dulce materia, oh rosa de alas secas,
en mi hundimiento tus pétalos subo
con pies pesados de roja fatiga,
y en tu catedral dura me arrodillo
golpeándome los labios con un ángel.
.............
Del centro puro que los ruidos nunca
atravesaron, de la intacta cera,
salen claros relámpagos lineales,
palomas con destino de volutas...
Al apio se le llama en seguida "río de vida y hebras esenciales, / verdes ramas de sol acariciado", y se alaba a los hombres del vino. No se trata de adorar lo que antes se había quemado, sino de ver cómo existen las realidades materiales, únicas para las que el poeta residente en la tierra tiene ojos. Ellas están por de pronto en una intercomunicación esencial, de modo que nada nace y concluye en sí mismo. Esto da un principio de sentido al mundo y hasta de esperanza al hombre. Las cosas, además, tienen la tarea de conservarse a través de su fluir constante, aun de su mismo fluir que destruye: "Ay, que lo que soy siga existiendo y cesando de existir" [15] .A ellas se llega siendo una cosa más, identificándose con su ser no racional: "Con mi corazón apenas, con mis dedos" [16] .Este modo táctil de aprehensión permite captar lo elemental, que a la vez es lo primigenio -la materia-, y lo indeterminado: "caigo en la sombra, en medio / de destruidas cosas" [17] . Haciéndose uno con los olores, las cicatrices y los oscurecidos corredores se llega al misterio o -mejor, por más concreto- a la materia misteriosa de la madera, es decir, a la esencia última del objeto buscado; a la materia de la madera, según permite en sutil juego de palabras nuestro idioma. Una vez llegado al corazón de la madera-materia, el poeta se instala con fruición a contemplar el universo increíble y continuamente cambiante ("poros, vetas, círculos de dulzura, / peso, temperatura silenciosa") al cual desea recibir y unirse ("venid a mí... y a vuestra vida, a vuestra muerte asidme") para provocar la gran gestación:
y hagamos fuego, y silencio, y sonido,
y ardamos, y callemos, y campanas.
El hagamos tiene un claro dejo bíblico, de Génesis creador. El plural solemne se explica luego de la unión buscada y lograda del yo con las cosas. La abundancia de la creación se expresa estilísticamente con el polisíndeton; su complejidad, con la enumeración en contrastes (silencio-sonido, callemos-campanas) y con la caótica enumeración de verbos y nombres: sonido ardamos-callemos-campanas. No es una creación propiamente tal, desde la nada, ya que desde antes se dan los progenitores, sino de una manera más y más radical de mantener y de incrementar el mundo existente, y hasta de explicarlo genéticamente. El mito fundacional se hace presente con fuerza y belleza, dando -repetimos- un sentido a lo que en general se presenta sin norte ni explicación. Pero esta actitud positiva no es la que prevalece. La tónica central es la deprimente ya enunciada y que la mayoría de los críticos han destacado. Y es que cualquiera elementalidad creadora y recreadora como la ofrecida en los "Cantos materiales" está ahogada por esa ciudad obsesiva que rodea al poeta, por los golpes de objetos que lo llaman sin obtener respuesta, por una vida exasperante establecida entre fantasmagóricos buques de carga y dormitorios deshechos.
Con Residencias en la tierra Pablo Neruda encuentra un estilo propio e inconfundible y pasa a ocupar un sitio mayor en la gran poesía del idioma y aun en la universal.
Hugo Montes, Para leer a Neruda. Santiago: Francisco de Aguirre, 1974, 165 p.
___________________________________
[6] Jaime Concha, Neruda, Santiago, 1972.
[7] Poesía y estilo de Pablo Neruda, Buenos Aires, 1940, 4 ed., 1968.
[8] Cf. nuestra Lírica chilena de hoy. 107, Santiago, 1970, 2 ed
[9] Ob. cit., cap. 1.
[10] Leo Spitzer, Lingüística e historia literaria, 286, Madrid, 1961.
[11] Véase de Mario Rodríguez, "Análisis de No hay olvido"; en "Taller de Letras", N9 2, 87 a 90, Universidad Católica, Santiago, 1972.
[12] O.C., I, 111. Citamos por la tercera edición, Buenos Aires, 1968.
[13] O.C., 1, 118. Neruda ha rechazado la posible influencia de Altazor en su libro Tentativa del hombre infinito (O.C., II, 1119). Aquí no hablamos de influencia, sino de la relativamente escasa propiedad nerudiana de esta imagen, que en cambio nos parece muy vecina de la visión macrocósmica a que Huidobro se entregaba con gusto en Poemas árticos, Altazor y otros libros.
[14] Jaime Concha, "Interpretación de Residencia' en la tierra", en "Mapocho", julio de 1963, Santiago; y en "Atenea" NQ 425, enero-julio de 1972, Concepción. Cf. las citas de C. Finlayson allí aducidas.
[15] "Significa sombras", O.C., 1, 207.
[16] "Entrada a la madera", O.C., 1, 233.
[17] Idem.
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Sería injusto también omitir El hondero entusiasta, poemario de la década del veinte editado sólo en 1933. En él gestos acezantes y desmesurados sirven como "documento de una juventud excesiva y ardiente", según advierte el autor en el Prólogo a la segunda edición. El afán expresivo no se controla, la subjetividad delirante irrumpe sin medida, el amor y la angustia se hermanan en versos acumulados febrilmente:
Quiero abrir en los muros una puerta.
Eso quiero. Eso deseo. Clamo. Grito. Lloro. Deseo.
Soy el más doloroso y el más débil. Lo quiero.
El lejano, hacia donde ya no hay más que la nada.
Ninguna de estas obras supera los dos libros iniciales ni alcanza las dimensiones ni la resonancia de Residencia en la tierra, que pasamos a estudiar, pero sirven de puente entre el comienzo sentimental y melancólico y la primera gran madurez de una obra definitiva.
El título Residencia en la tierra es ya un logro. Se habla de Neruda como del poeta residenciario. Y es que, como veremos, sintetiza de manera superior toda una actitud, toda una poética; toda una metafísica, según algunos [6] Apunta, desde luego, a una dimensión espacial antes que de tiempo o de tensión interhumana. El autor se aleja así en gran medida de los temas y de los motivos, también del temple de ánimo, de Crepusculario y los Veinte poemas de amor. Escribe desde un sitio antes que desde un instante o de una situación. Si se quiere, escribe desde una situación determinada por su localización en el espacio. Es un lugar donde, quiéralo o no, tiene su morada. Esta morada es un en torno que de alguna manera es también un encierro. Lejos la idea de casa o de hogar. El sitio, de dimensiones cósmicas, es la tierra, término que vale también por su oposición a cielo. Se trata de un aquí no de un allá. La tierra es, a pesar de su dimensión enorme, lo inmediato, lo palpable y lo que roza, lo que se tiene o se puede tener naturalmente. Es algo habitable por el hombre, susceptible de ser recorrido y ocupado a través de su quehacer sin fin. Tierra que es geografía y geología a la vez, extensión y profundidad.No es un mundo con color local -Chile, el sur, por ejemplo-, sino algo más amplio aunque muy concreto y tangible. No es el concepto de tierra, pero tampoco es la tierra lugareña. Más bien, una tierra como espacio natural para una vida humana que no sabe de tiendas celestes, en el sentido de tiendas trascendentales. Se está lejos asimismo del espacio épico que el homo viator -héroe épico por excelencia- ha de recorrer o conquistar. Y más lejos, si cabe, del espacio idílico tipificado por la poesía bucólica en que todo es placentero y hermoso. El poblador de la residencia nerudiana es el propio hablante lírico, no un viajero individual o un héroe individual o colectivo. Mas no es el habitante plácido o lloroso que tiene en su "locus amoenus' el marco siempre adecuado para la manifestación de los sentimientos de amor ideal a la muchacha de sus preferencias. Esta es una residencia difícil, hirsuta y áspera, más inevitable, fecunda, fuerte, generadora de vida y de muerte. Es residencia común para los hombres a la vez que residencia propia del yo poético que requiere instalación suficiente dondequiera que se halle. Es contorno poético no menos que mundo exterior real reconocible en las piedras, el agua, la luz, las amapolas, las habitaciones, las calles, las uvas o el fuego que lo integran y lo revelan. Si "Monzón de Mayo" y "Entierro en el Este" delatan muy directamente, con elementos incluso anecdóticos, experiencias de la vida del autor en el Asia sudoriental, lo más del libro no se deja con facilidad limitar geográficamente, en la misma medida que esta tierra toda es toda geografía. En relación al espacio evocado en los dos libros iniciales, el de las Residencias es enormemente más complejo. Ya no se trata sólo de la descripción de una naturaleza acorde con el sentir lírico, sino de una realidad que cuenta por sí misma y que se impone al poeta como un personaje más o, a veces, como el personaje protagónico de la creación. No es tampoco esa realidad mayor que absorbía a la amada y con la cual tendía por momentos a confundirse el hablante poético; se trata de un mundo en el cual el hombre está del todo inmerso, del cual es una parte pequeña y en el que se mueve sin posibilidades (ni voluntad) de alterarlo. No importa que este mundo sea urbano ("Yo trabajo de noche, rodeado de ciudad"), rural, oceánico, subterráneo o aéreo. No siempre importa siquiera hacer estas distinciones, que lo que cuenta es la materia densa o sutil, seca o húmeda, diurna o sombría. Si hay alguna preferencia es por lo nocturno, es decir, por una de las expresiones periódicas de esta naturaleza cambiante y heterogénea. El poeta sabe hacer mejor el canto de las noches que el de los días: la frase vale de modo especial para las Residencias, aunque procede de Tentativa del hombre infinito. ¿Por qué esta elección singular? Más que la culminación de una actitud romántica, es del caso ver en ella la preferencia por lo caótico y lo informe, lo anárquico y confundidor. Estamos en la época del Neruda que ama lo vago y lo indeterminado, lo confuso.
Si el yo reside en la tierra, la tierra reside en el yo, colmándolo con su materia, ahogándolo y destruyéndolo; haciéndolo vivir también en esta destrucción o a partir de ella. Hay una cabal interdependencia hombre-tierra, poeta residente y residido, yo y lo demás. Este no yo puede consistir en seres vivos. Si recién se vio al yo cercado de ciudad, en "Caballero solo" se le ve rodeado de animales y de personas que se buscan sexualmente:
Seguramente, eternamente me rodea
este gran bosque respiratorio y enredado
con grandes flores como bocas y dentaduras
y negras raíces en forma de uñas y zapatos.
Y hasta el propio poeta se objetiviza a veces y pasa a ser sitio de residencia. Así en "Ritual de mis piernas":
Miro mis piernas como si pertenecieran a otro cuerpo,
y fuerte y dulcemente estuvieran apegadas a mis entrañas.
Esta tierra es dada al poeta y no corresponde mejorarla. El hombre es ahí, en ella está y vive, se desarrolla, ama, procrea, muere, se transforma. Se la sufra o se la goce, es una realidad en la que no cabe manipulación alguna con fines éticos, estéticos o políticos. Se detecta las cosas y las situaciones, no se las elimina ni se las cambia. No hay tarea embellecedora, por ejemplo, o de mejoramientos morales o de otra índole. No es un mundo para la solidaridad ni para la insolidaridad. Es, sencillamente, y en él es inevitable continuar y prolongarse. El poeta es un mero captador de cuanto existe y sucede, y por ello Amado Alonso ha podido hablar del poeta antena a propósito del autor de las Residencias. [7] Cabalmente se ve esta situación en el poema "Arte poética", que pasamos a comentar. Léase su texto:
Entre sombra y espacio, entre guarniciones y doncellas,
dotado de corazón singular y sueños funestos,
precipitadamente pálido, marchito en la frente
y con luto de viudo furioso por cada día de vida,
ay, para cada agua invisible que bebo soñolientamente
y de todo sonido que acojo temblando,
tengo la misma sed ausente y la misma fiebre fría
un oído que nace, una angustia indirecta,
como si llegaran ladrones o fantasmas,
y en una cáscara de extensión fija y profunda,
como un camarero humillado, como una campana un poco ronca,
como un espejo viejo, como un olor de casa sola
en la que los huéspedes entran de noche perdidamente ebrios,
y hay un olor de ropa tirada al suelo, y una ausencia de flores
-posiblemente de otro modo aún menos melancólico-,
pero, la verdad, de pronto, el viento que azota mi pecho,
las noches de substancia infinita caídas en mi dormitorio,
el ruido de un día que arde con sacrificio
me piden lo profético que hay en mí, con melancolía
y un golpe de objetos que llaman sin ser respondidos
hay, y un movimiento sin tregua, y un nombre confuso.
Sorprende que en los veintiún largos versos transcritos no haya más punto que el final. Es una sola oración alterada, larga, contradicha, explicitada por un sinfín de términos extraños y negativos que desconciertan al lector. Mal parecen, desde luego, obedecer al título "Arte poética", de ordinario denotador de ideas del autor acerca de su poesía, de la belleza, del quehacer poético ajeno. El lector no logra con facilidad poner orden, por así decirlo, en estas líneas. Ya hablan ellas en primera persona -bebo, acojo, tengo-, ya en forma impersonal: hay un olor de ropa tirada al suelo. El primer verso es de indeterminación completa, de modo que no cabe apoyarse en él para una ambientación espacial o temporal. Las preposiciones reiteradas llevan de la sombra al espacio, de las guarniciones a las doncellas, o sea de extremo a extremo; dejan por consiguiente un sitio tan vasto que es imposible aprehenderlo, visualizarlo, imaginarlo. A la indeterminación siguen las contradicciones, pues parece haber antagonismo entre la primera y la segunda parte del mismo verso (espacio-guarniciones) y aun entre los términos que conforman aquella parte inicial (sombra-espacio).Los contrastes aumentan en el centro del poema, donde se habla de fiebre fría y de campana un poco ronca, no menos que donde se alude a la sed ausente que se tiene. Prevalece el léxico de significación deprimente, negativa: sombras, funestos, pálido, marchito, luto, viudo, temblando, sed, fiebre, angustia, ladrones, fantasmas, cáscara, humillado, ronca, viejo, sola, ebrios, tirada, ausencia, melancólico, viento, noches, caídas, melancolía, confuso. La presentación como insegura -ladrones o fantasmas, posiblemente de otro modo- y la reacción que se vislumbra - en el verso 16 con esa serie de muletillas propias del lenguaje coloquial (pero, la verdad, de pronto) contribuyen a desalentar cualquier esfuerzo que el lector haga para "comprender"; se ha incrementado la serie de elementos sin aparente conexión entre sí y con el hablante poético. El final es desconsolador, pues queda un movimiento sin tregua y un nombre confuso. No es casual que ésta sea la palabra postrera. Es el remate normal de un poema desconcertante, difícil, inesperado.
Al poeta corresponde establecer las cosas mediante su designación adecuada. En esta "Arte poética" las cosas, acumuladas caóticamente, recuerdan tal obligación (me piden lo profético, llaman); pero recuerdan en vano, ya que no hay más respuesta que la confusión nominal. Lo que permanece no es el término definidor o que capta, el separador, el fundador de una realidad organizada y congruente, sino precisamente lo contrario: se ha fundado una realidad en caos. Se está ante el término borroso, ante la inútil apelación del golpe de objetos. El poeta es un elemento más de ese caos. De allí la mezcla del decir personal y del decir impersonal antes vista. Una queja surge, sin embargo, la que está -representada por la exclamación dolorida del verso quinto. Es un "ay" colocado curiosamente en posición idéntica a sus homólogos "hay" de los versos 14 y 21. Resultan así expresiones anafóricas una lamentación desolada y dos formas del verbo "haber" introductorias del ilimitado mundo de objetos negativos y sin respuesta. Es un rasgo de estilo que expresa bien la paradójica unidad entre los incongruentes universos sombríos de las cosas y del yo. Esta negatividad es la cantada y la que fundamenta el quehacer poético. El poema ha expresado conceptual y estilísticamente la desintegración que todo lo preside. Corresponde cabalmente, por lo mismo, a su título de Poética, pero poética de la destrucción y del deshacerse, de la descomposición, de la residencia en una tierra sujeta a cambios sin sentido, inevitables cambios en los que vive la muerte vestida de almirante, a la espera del final del viaje que nadie puede eludir. [8]
Echando una mirada de conjunto a las Residencias, se observa idéntico pesimismo. Canta a tres poetas muertos (el Conde de Villamediana, Joaquín Cifuentes y Alberto Rojas Jiménez). La "Oda a Federico García Lorca" anticipa extrañamente el asesinato del amigo entrañable. "Sólo la muerte", "El reloj caído en el mar" y "Entierro en el Este" versan sobre el tema del final de la vida. La reunión en el morir de escritores de antes y de hoy, difuntos ya y aun vivos, intensifica esta visión opresora en un desenlace de lutos. Abundan los títulos depresivos: Galope muerto, Débil del alba, Madrigal escrito -en invierno, Fantasma, Lamento lento, Colección nocturna, Tiranía, Sistema sombrío, Sonata y destrucciones, El deshabitado, Tango del viudo, Desespediente, La calle destruida, Melancolía en la familia, Enfermedades en mi casa, El desterrado, Vuelve el otoño. La destrucción, como se ve por esta enumeración, alcanza también a lo ordinariamente tratado en forma grata: el madrigal y la sonata, la casa, la familia, la calle. Residencia en la tierra intensifica la tristeza inicial del poeta y la vincula con un mundo en descomposición. No hay, como bien ha anotado Amado Alonso, mero dolor ante la relación insatisfactoria con la mujer, sino una angustia cósmica asociable al sufrimiento del mundo mismo. El mal afecta tanto al poeta cuanto a las cosas. Ni él ni ellas tienen esperanzas. No hay un calvario soportable por la eventual resurrección, sino sólo muerte, ruinas, destrucciones, insensata actividad. Por momentos parece vislumbrarse alguna salida en el interés por lo natural, contrapuesto siempre con lo artificial criticado acerbamente, mas la puerta se cierra, pues no hay solución alternativa al hecho de la supercivilización rechazado con violencia. De ello hay una muestra precisa en el poema "Ritual de mis piernas". Es del caso decir que Neruda ha tomado claro partido en favor de la naturaleza que le parece amenazada por los productos manufacturados (vestidos, ascensores, cafeteras, tiendas de ortopedia, cines, papeles, dentaduras postizas,, etc.), pero su definición concluye en la denuncia y en la crítica, no va más lejos. En gran parte, el pesimismo general del libro se explica por esta ciudad que lo rodea y lo aparta de aquel campo suyo en que las venas continuaban el rumor de los ríos. Por cierto no se llega, luego de este "menosprecio de corte", a ninguna alabanza de aldea, pues no hay una dicotomía como la tradicional que llevaba al elogio idealizado del campo. No hay ni puede haber aquí idealización alguna. Neruda mantiene su visión negativa cuando se adentra en la naturaleza.
Sólo que en ésta ve el vivir y el morir como algo más normal y, aún, como una fuerza en la que la vida podría generarse y prolongarse.
En "Walking around", uno de los poemas más pesimistas de la lengua española, comparable desde tal ángulo al monólogo de Segismundo de La vida es sueño, hay un asomo humorístico ("Sin embargo sería delicioso / asustar a un notario con un lirio cortado / o dar muerte a una monja con un golpe de oreja") que pronto cede al grito patético y al quehacer vacío. Salidas de tal tipo son excepcionales y en su mismo fracaso intensifican la visión general deprimente que sustenta todo el libro.
El léxico, la métrica libre, la ausencia de rima, las oraciones extensas, la abundancia de expresiones que Hugo Friedrich llamaría desrealizadoras [9] , como incierto, desespediente, destruido, sin piedad, desmesura, interminable, etc., configuran este ambiente depresivo. Una serie de recursos estilísticos lo intensifican. Pensamos, desde luego, en la enumeración caótica, bien estudiada por Leo Spitzer [10] . Es un medio que por su alcance igualador de realidades no análogas contribuye eficazmente a la confusión. Léase como ejemplo una estrofa de "Materia nupcial":
La inundaré de amapolas y relámpagos,
la envolveré en rodillas, en labios, en agujas,
la entraré con pulgadas de epidermis llorando
y presiones de crímenes y pelos empapados.
O el final de "Walking around", título por lo demás muy expresivo del andar dando vueltas sin sentido, del vagar que no conduce a ninguna parte:
Yo paseo con calma, con ojos, con zapatos,
con furia, con olvido,
paso, cruzo oficinas y tiendas de ortopedia
y patios donde hay ropas colgadas de un alambre,
calzoncillos, toallas y camisas que lloran
lentas lágrimas sucias.
Añádase la deliberada corrupción de los elementos tradicionalmente hermosos, como pájaros color del azufre, como la paloma "llena de papeles caídos", como la estrella que despide lodo, como el cisne de fieltro o la campana un poco ronca, como las pensativas niñas casadas con notarios. Repárese en la presencia de expresiones de arrepentimiento, por así decirlo, en algunos versos que se nos entregan tanto en lo rechazado cuanto en lo finalmente aceptado por el poeta (" ... la gente deposita sus confianzas en sórdidas orejas, / los asesinos bajan escaleras, / pero no es esto, sino el viejo galope, / el caballo del viejo otoño que tiembla y dura"). Analícese en fin la estructura misma de numerosos poemas que alternan la expresión lírica con la representación narrativa y con la interpelación e interlocutores vagos que muy pronto han de dejar sus puestos a cosas rotas, utensilios amargos, bestias podridas y el corazón angustiado. Frases hay que sintetizan esta línea y que muestran cabalmente la capacidad del poeta para comprimir todo un pensamiento y toda una actitud a través de imágenes acertadísimas, inolvidables. Es el caso de aquel río que durando se destruye, del comienzo de "No hay olvido". Es un texto que muestra mejor que otros esta idea del vivir hacia la muerte y ya en la muerte. Léase toda la estrofa:
Si me preguntáis en dónde he estado
debo decir "Sucede".
Debo de hablar del suelo que oscurecen las piedras,
del río que durando se destruye:
no sé sino las cosas que los pájaros pierden,
el mar dejado atrás, o mi hermana llorando.
¿Por qué tantas regiones, por qué un día
se junta con un día? ¿Por qué una negra noche
se acumula en la boca? ¿Por qué muertos?
Si me preguntáis de dónde vengo, tengo que conversar con cosas rotas,
con utensilios demasiado amargos,
con grandes bestias a menudo podridas
y con mi acongojado corazón. [11]
¿Qué explicación dar de este libro tan poderoso y pesimista, tan categóricamente encerrador de una cosmovisión negativa que el poeta pronto iba a rechazar? No nos interesa la búsqueda de una respuesta al margen de la obra literaria misma, sino desde ella y a la luz de los propios textos interrogados. Lo primero sea recordar que ya el poemario inicial de Neruda muestra una inclinación a la melancolía, la cual en el libro siguiente se transforma en desesperación. Recuérdese en segundo término que en Tentativa del hombre infinito aflora el mundo del inconsciente en la poesía nerudiana; que allí se aflojan los controles volitivos para dar paso al interior más profundo: "no sé hacer el canto de los días / sin querer suelto el canto la alabanza de las noches" [12] ; y que la ausencia de puntuación de ese libro facilita las asociaciones libres e inesperadas, las„ repeticiones ilógicas, las cacofonías ("admitiendo el cielo profundamente mirando el cielo estoy pensando") y los finales abruptos. Aquí está el antecedente más directo de las Residencias. En Tentativa el surrealismo visita a Neruda, pero la visita no da todos los frutos esperados, quizás porque en sus poemas se deja ver una distancia exagerada de esas realidades concretas e individuales en que el genio poético del autor se mueve a sus anchas. Más de Vicente Huidobro que nerudiano resulta un verso como "yo soy el que deshoja nombres y altas constelaciones de rocío" [13] .Y es que Neruda deshoja mejor árboles, tardes, niñas, pueblos, tristezas o habitaciones que nombres o remotas constelaciones; su modo telúrico y sensual de aprehender la realidad no se compadece con el juego nominal ni con la abstracción necesariamente genérica. Su gran obra -Residencia en la tierra lo demuestra- ocurre por acumulaciones de procedencia onírica antes que por quintaesencias muy bien imaginadas.
La liberación del inconsciente se acentúa en Residencia. Una y otra vez el poeta suelta "sin querer" el canto de las noches de su siquis más profunda. Afloran en borbotones a la palabra poética sueños y ensueños. La concatenación lógica desaparece y es sustituida por una ordenación distinta, la residente en el hondor recóndito del yo. Es un orden paradójicamente caótico, o sea, armonioso de contradicciones, enumeraciones desiguales y asociaciones inesperadas. El hablante se inserta en este caos dándole unidad precisamente por esa inserción. Es un hablante siempre severo, solemne, patético, héroe fluyente sin cortapisas de ningún tipo. El flujo va hacia la individualidad -buque, mujer, madera, apio o poeta- y se introduce por sus intersticios. Lo qué se ve es una corriente en desintegración -el río que durando se destruye- y una serie circular de cosas recorridas que también están cayendo y aniquilándose. La unidad del libro ocurre en términos de este proceso de descomposición cantado con entusiasmo y en forma estilísticamente perfecta. El poeta no se distancia de los objetos que lo habitan y en los que él reside. Esa masa compuesta de un yo total y de un ello que es suma de objetos es lo que aparece en confusión. La palabra expresa y establece este mundo con justeza. No es un canto a la decadencia ni -menos- una crítica social. Es sólo una poesía grandiosa que muestra desde la sicología profunda y por medio de la palabra pertinente una cara al menos de la realidad, en la que no hay historia ni nexo, destino ni sistema, que simplemente existe -"sucede, hay", dice una y otra vez el autor-, que allí está tirada, estropeándose, deshaciéndose, subsistiendo también. Mundo viscoso, vago, turbio, sensual, de húmedos contactos. La muerte está en el puerto a la espera de la llegada inevitable. Es el pozo negro al cual todo confluye, el mar ilimitado que a veces salpica a los pobres humanos asomados a cualquier malecón, agua que en definitiva recibe cuanto está sujeto al tiempo. Lo dice con claridad el poema "El reloj caído en el mar", nombre que bien podría servir de epígrafe para toda la obra. La siguiente estrofa muestra casi gráficamente este irse yendo de cuanto existe hasta el fondo de un océano inexorable:
Los pétalos del tiempo caen inmensamente
como vagos paraguas parecidos al cielo,
creciendo en torno, es apenas
una campana nunca vista,
una rosa inundada, una medusa, un largo
latido quebrantado:
pero no es esto, es algo que toca y gasta apenas,
una confusa huella sin sonido ni pájaros,
un desvanecimiento de perfumes y razas.
Este reloj caído arrastra consigo todo lo que toca. Yace al fin extendido de un extremo al otro del mundo, desvencijado él mismo, porque a la postre también el tiempo cae vencido por el suceder y el sucederse de la realidad. De las aguas finales no se regresa. Una vez en contacto tiempo y cosa, todo entra al mundo de la destrucción, incluso aquél.
Sin embargo y con ser cierto lo recién aseverado, es indispensable complementar este comentario con un nuevo punto de vista que destaca elementos "fundacionales" o de fundamentación esencial de la obra [14] . Se trata de subrayar algo que había quedado en el olvido luego de la ya clásica interpretación de Amado Alonso, a saber, el alcance ontológico de muchos de sus poemas. Leyendo con atención, en efecto, es posible percibir, junto a la realidad negativa ya vista y desde ella misma, un esfuerzo por penetrar en la esencia misma de las cosas, por conocer lo existente y cantarlo, por aprehender y poner de manifiesto cuanto rodea al hombre. En los célebres "Tres cantos materiales", desde luego, hay una evocación por momentos gozosa de la materia:
Dulce materia, oh rosa de alas secas,
en mi hundimiento tus pétalos subo
con pies pesados de roja fatiga,
y en tu catedral dura me arrodillo
golpeándome los labios con un ángel.
.............
Del centro puro que los ruidos nunca
atravesaron, de la intacta cera,
salen claros relámpagos lineales,
palomas con destino de volutas...
Al apio se le llama en seguida "río de vida y hebras esenciales, / verdes ramas de sol acariciado", y se alaba a los hombres del vino. No se trata de adorar lo que antes se había quemado, sino de ver cómo existen las realidades materiales, únicas para las que el poeta residente en la tierra tiene ojos. Ellas están por de pronto en una intercomunicación esencial, de modo que nada nace y concluye en sí mismo. Esto da un principio de sentido al mundo y hasta de esperanza al hombre. Las cosas, además, tienen la tarea de conservarse a través de su fluir constante, aun de su mismo fluir que destruye: "Ay, que lo que soy siga existiendo y cesando de existir" [15] .A ellas se llega siendo una cosa más, identificándose con su ser no racional: "Con mi corazón apenas, con mis dedos" [16] .Este modo táctil de aprehensión permite captar lo elemental, que a la vez es lo primigenio -la materia-, y lo indeterminado: "caigo en la sombra, en medio / de destruidas cosas" [17] . Haciéndose uno con los olores, las cicatrices y los oscurecidos corredores se llega al misterio o -mejor, por más concreto- a la materia misteriosa de la madera, es decir, a la esencia última del objeto buscado; a la materia de la madera, según permite en sutil juego de palabras nuestro idioma. Una vez llegado al corazón de la madera-materia, el poeta se instala con fruición a contemplar el universo increíble y continuamente cambiante ("poros, vetas, círculos de dulzura, / peso, temperatura silenciosa") al cual desea recibir y unirse ("venid a mí... y a vuestra vida, a vuestra muerte asidme") para provocar la gran gestación:
y hagamos fuego, y silencio, y sonido,
y ardamos, y callemos, y campanas.
El hagamos tiene un claro dejo bíblico, de Génesis creador. El plural solemne se explica luego de la unión buscada y lograda del yo con las cosas. La abundancia de la creación se expresa estilísticamente con el polisíndeton; su complejidad, con la enumeración en contrastes (silencio-sonido, callemos-campanas) y con la caótica enumeración de verbos y nombres: sonido ardamos-callemos-campanas. No es una creación propiamente tal, desde la nada, ya que desde antes se dan los progenitores, sino de una manera más y más radical de mantener y de incrementar el mundo existente, y hasta de explicarlo genéticamente. El mito fundacional se hace presente con fuerza y belleza, dando -repetimos- un sentido a lo que en general se presenta sin norte ni explicación. Pero esta actitud positiva no es la que prevalece. La tónica central es la deprimente ya enunciada y que la mayoría de los críticos han destacado. Y es que cualquiera elementalidad creadora y recreadora como la ofrecida en los "Cantos materiales" está ahogada por esa ciudad obsesiva que rodea al poeta, por los golpes de objetos que lo llaman sin obtener respuesta, por una vida exasperante establecida entre fantasmagóricos buques de carga y dormitorios deshechos.
Con Residencias en la tierra Pablo Neruda encuentra un estilo propio e inconfundible y pasa a ocupar un sitio mayor en la gran poesía del idioma y aun en la universal.
Hugo Montes, Para leer a Neruda. Santiago: Francisco de Aguirre, 1974, 165 p.
___________________________________
[6] Jaime Concha, Neruda, Santiago, 1972.
[7] Poesía y estilo de Pablo Neruda, Buenos Aires, 1940, 4 ed., 1968.
[8] Cf. nuestra Lírica chilena de hoy. 107, Santiago, 1970, 2 ed
[9] Ob. cit., cap. 1.
[10] Leo Spitzer, Lingüística e historia literaria, 286, Madrid, 1961.
[11] Véase de Mario Rodríguez, "Análisis de No hay olvido"; en "Taller de Letras", N9 2, 87 a 90, Universidad Católica, Santiago, 1972.
[12] O.C., I, 111. Citamos por la tercera edición, Buenos Aires, 1968.
[13] O.C., 1, 118. Neruda ha rechazado la posible influencia de Altazor en su libro Tentativa del hombre infinito (O.C., II, 1119). Aquí no hablamos de influencia, sino de la relativamente escasa propiedad nerudiana de esta imagen, que en cambio nos parece muy vecina de la visión macrocósmica a que Huidobro se entregaba con gusto en Poemas árticos, Altazor y otros libros.
[14] Jaime Concha, "Interpretación de Residencia' en la tierra", en "Mapocho", julio de 1963, Santiago; y en "Atenea" NQ 425, enero-julio de 1972, Concepción. Cf. las citas de C. Finlayson allí aducidas.
[15] "Significa sombras", O.C., 1, 207.
[16] "Entrada a la madera", O.C., 1, 233.
[17] Idem.
Sitio desarrollado por SISIB - UNIVERSIDAD DE CHILE
martes, 7 de junio de 2011
BAUDELAIRE SOBRE POE
EDGAR A. POE:
SU VIDA Y SUS OBRAS
…algún maestro desventurado a quien la inexorable Fatalidad ha perseguido encarnizada, cada vez más encarnizada, hasta que sus cantos no tengan más que un solo estribillo, hasta que los cantos fúnebres de su Esperanza hayan adoptado este melancólico estribillo: «¡Nunca! ¡Nunca más!»
(Edgar A. Poe: El cuervo.)
En su trono de bronce el Destino se burla,
de amarga hiel empapando su esponja,
y la Necesidad es para ellos tenaza.
(Théophile Gautier: Tinieblas.)
I
EN ESTOS ÚLTIMOS TIEMPOS compareció ante nuestros tribunales un desdichado cuya frente estaba marcada por un raro y singular tatuaje. ¡Desafortunado! Llevaba él así encima de sus ojos la etiqueta de su vida, como un libro su título, y el interrogatorio demostró que aquel extraño rótulo era cruelmente verídico. Hay en la historia literaria destinos análogos, verdaderas condenas, hombres que llevan las palabras «mala suerte» escritas en caracteres misteriosos sobre las arrugas sinuosas de su frente. El ángel ciego de la expiación se ha apoderado de ellos y los azota con uno y otro brazo para ejemplo edificante de los demás. En vano su vida revela talento, virtudes, gracia: la sociedad tiene para ellos un anatema especial y acusa en ellos las lesiones que les ha causado. ¿Qué no hizo Hoffmann para desarmar al Destino, y qué no realizó Balzac para conjurar la fortuna? ¿Existe, pues, una Providencia diabólica que prepara la desgracia desde la cuna, que arroja con premeditación naturalezas espirituales y angélicas en medios hostiles, como a mártires en los circos? ¿Existen, pues, almas santas y destinadas al altar, condenadas a ir hacia la muerte y hacia la gloria a través de sus propias ruinas? La pesadilla de las Tinieblas, ¿asediará eternamente a esas almas elegidas? En vano se agitan, en vano se forman para el mundo, para sus previsiones y asechanzas; perfeccionarán la prudencia, taparán todas las salidas, acolcharán las ventanas contra los proyectiles del azar; pero el Diablo entrará por el agujero de la cerradura. Una perfección será la falla de su coraza, y una cualidad superlativa, el germen de su condenación.
Para romperla, el águila, desde lo alto del cielo,
sobre su frente al aire soltará la tortuga,
pues ellos deben perecer fatalmente.
Su destino está escrito en toda su contextura, brilla con siniestro resplandor en sus miradas y en sus gestos, circula por sus arterias con cada uno de sus glóbulos sanguíneos.
Un célebre escritor de nuestro tiempo ha escrito un libro para demostrar que el poeta no podía encontrar buen acomodo ni en una sociedad democrática ni en una aristocrática, no más en una república que en una monarquía absoluta o templada. ¿Quién ha sabido, pues, replicarle perentoriamente? Yo aporto hoy una nueva leyenda en apoyo de su tesis y añado un nuevo santo al martirologio; debo escribir la historia de uno de esos ilustres desventurados, demasiado rica en poesía y pasión, que ha venido, después de tantos otros, a hacer en este bajo mundo el rudo aprendizaje del genio entre las almas inferiores.
¡Lamentable tragedia la vida de Edgar A. Poe! ¡Su muerte, horrible desenlace, cuyo horror aumenta con su trivialidad! De todos los documentos que he leído he sacado la convicción de que los Estados Unidos sólo fueron para Poe una vasta cárcel, que él recorría con la agitación febril de un ser creado para respirar en un mundo más elevado que el de una barbarie alumbrada con gas, y que su vida interior, espiritual, de poeta, o incluso de borracho, no era más que un esfuerzo perpetuo para huir de la influencia de esa atmósfera antipática. Implacable dictadura la de la opinión de las sociedades democráticas; no imploréis de ella ni caridad ni indulgencia, ni flexibilidad alguna en la aplicación de sus leyes a los casos múltiples y complejos de la vida moral. Diríase que del amor impío a la libertad ha nacido una nueva tiranía: la tiranía de las bestias, o zoocracia, que por su insensibilidad feroz se asemeja al ídolo de Juggernaut. Un biógrafo nos dirá seriamente —bienintencionado es el buen hombre— que Poe, de haber querido regularizar su genio y aplicar sus facultades creadoras de una manera más apropiada al suelo americano, hubiese podido llegar a ser un autor de dinero (a money making author). Otro —éste un cínico ingenuo—, que, por bello que sea el genio de Poe, más le hubiera valido tener sólo talento, ya que el talento se cotiza más fácilmente que el genio. Otro, que ha dirigido diarios y revistas, un amigo del poeta, confiesa que resultaba difícil utilizarle, y que se veía uno obligado a pagarle menos que a otros, porque escribía con un estilo demasiado por encima del vulgo. «¡Qué tufo a trastienda!», como decía Joseph de Maistre.
Algunos se han atrevido a más, y uniendo la falta de inteligencia más abrumadora de su genio a la ferocidad de la hipocresía burguesa, le han insultado a porfía, y después de su repentina desaparición, han vapuleado ásperamente ese cadáver; en especial, el señor Rufus Griswold, que, para aprovechar aquí la frase vengativa del señor George Graham, ha cometido así una infamia inmortal. Poe, experimentando quizá el siniestro presentimiento de un final repentino, había designado a los señores Griswold y Willis para ordenar sus obras, escribir su vida y restaurar su memoria. Ese pedagogo-vampiro ha difamado ampliamente a su amigo en un enorme artículo mediocre y rencoroso, que precisamente encabeza la edición póstuma de sus obras. ¿No existe, pues, en América una disposición que prohiba a los perros la entrada en los cementerios? En cuanto al señor Willis, ha demostrado, por el contrario, que la benevolencia y el decoro van siempre de consuno con el verdadero talento, y que la caridad con nuestros semejantes, que es un deber moral, es también uno de los mandamientos del gusto.
Hablad de Poe con un americano: confesará acaso su genio, y hasta puede que se muestre orgulloso de él; pero en tono sardónico, superior, que deja traslucir al hombre positivo, os hablará de la vida disoluta del poeta, de su aliento alcoholizado que hubiera ardido con la llama de una vela, sus hábitos de vagabundo. Os dirá que era un ser errante y heteróclito, un planeta desorbitado que rondaba sin cesar desde Baltimore a Nueva York, desde Nueva York a Filadelfia, desde Filadelfia a Boston, desde Boston a Baltimore, desde Baltimore a Richmond. Y si, con el corazón conmovido por esos preludios de una historia desconsoladora, dais a entender que tal vez no sea solamente culpable el individuo, y que debe de ser difícil pensar y escribir cómodamente en un país donde hay millones de soberanos —un país sin capital, hablando con propiedad, y sin aristocracia—, entonces veréis sus ojos desorbitarse y despedir rayos, la baba del patriotismo doliente subir a sus labios, y América, por su boca, lanzar injurias a Europa, su vieja madre, y a la filosofía de los antiguos días.
Repito que, por mi parte, he adquirido la convicción de que Edgar A. Poe y su patria no estaban al mismo nivel. Los Estados Unidos son un país gigantesco e infantil, envidioso, naturalmente, del viejo continente. Orgulloso de su desarrollo material, anormal y casi monstruoso, ese recién llegado a la Historia tiene una fe ingenua en la omnipotencia de la industria; está convencido, como algunos desdichados entre nosotros, de que acabará por tragarse al Diablo. ¡Tienen allá un valor tan grande el tiempo y el dinero! La actividad material, exagerada hasta adquirir las proporciones de una manía nacional, deja en los espíritus muy poco sitio para las cosas no terrenas. Poe, que era de buena casta —y que, por lo demás, declaraba que la gran desgracia de su país era no poseer una aristocracia racial, dado, decía él, que en un pueblo sin aristocracia el culto de lo Bello sólo puede corromperse, aminorarse y desaparecer; que acusaba en sus conciudadanos, hasta en su lujo enfático y costoso, todos los síntomas del mal gusto característico de los advenedizos; que consideraba el Progreso, la gran idea moderna, como un éxtasis de papanatas, y que denominaba los perfeccionamientos de la mansión humana cicatrices y abominaciones rectangulares—, Poe era allá un cerebro singularmente solitario. No creía más que en lo inmutable, en lo eterno, en el self-same, y gozaba —¡cruel privilegio en una sociedad enamorada de sí misma!— de ese grande y recto sentido a lo Maquiavelo que marcha ante el sabio como una columna luminosa a través del desierto de la Historia. ¿Qué hubiera pensado, qué hubiera escrito el infortunado, si hubiese oído a la teóloga del sentimiento suprimir el Infierno por amor al género humano, al filósofo de la cifra proponer un sistema de seguros, una suscripción de cinco céntimos por cabeza ¡para la supresión de la guerra y la abolición de la pena de muerte y de la ortografía, esas dos locuras correlativas!, y a tantos y tantos otros enfermos que escriben, «con la oreja inclinada hacia el viento», fantasías giratorias, tan flatulentas como el elemento que se las dicta? Si añadís a esta visión impecable de la verdad, auténtica dolencia en ciertas circunstancias, una delicadeza exquisita de sentidos a la que atormentaría una nota falsa, una finura de gusto a la que todo, excepto la exacta proporción, sublevara, un amor insaciable a lo Bello, que había adquirido la potencia de pasión morbosa, no os extrañará que para un hombre semejante la vida llegara a ser un infierno y que haya acabado mal; os admirará que haya él podido durar tanto tiempo.
II
LA FAMILIA DE POE era una de las más respetables de Baltimore. Su abuelo materno había servido como quarter-master-general en la guerra de la Independencia, y La Fayette le dispensaba una gran estimación y amistad.
Este, a raíz de su último viaje a los Estados Unidos, quiso ver a la viuda del general y testimoniarle su gratitud por los servicios que le había hecho su marido. El bisabuelo se había casado con una hija del almirante inglés MacBride, que estaba emparentado con las más nobles casas de Inglaterra. David Poe, padre de Edgar e hijo del general, se enamoró perdidamente de una actriz inglesa, Isabel Arnold, célebre por su belleza; se fugó y se casó con ella. Para unir más íntimamente su destino al de ella, se hizo actor y apareció con su mujer en diferentes teatros, en las principales ciudades de la Unión. Los esposos murieron en Richmond, casi al mismo tiempo, dejando en el abandono y en la penuria más completos a tres criaturas, una de las cuales era Edgar.
Edgar A. Poe había nacido en Baltimore, en 1813. Doy esta fecha de acuerdo con su propia afirmación, pues él se elevó contra la aseveración de Griswold, que sitúa su nacimiento en 1811. Si alguna vez el espíritu novelesco, para servirme de una frase de nuestro poeta, ha presidido un nacimiento —¡espíritu siniestro y tempestuoso!—, ciertamente, presidió el suyo. Poe fue, en verdad, hijo de la pasión y de la aventura. Un rico negociante de la ciudad, mister Allan, se entusiasmó con aquel lindo e infortunado a quien la Naturaleza había dotado de un aspecto encantador, y como no tenía hijos, le adoptó. El niño se llamó, pues, de allí en adelante Edgar Allan Poe. Fue así criado en una grata holgura y con la esperanza legítima de una de esas fortunas que dan al carácter una soberbia certeza. Sus padres adoptivos se lo llevaron en un viaje que hicieron a Inglaterra, Escocia e Irlanda, y antes de regresar a su país le dejaron en casa del doctor Bransby, que dirigía un importante centro de enseñanza en Stoke-Newington, cerca de Londres. Poe ha descrito en William Wilson aquella extraña casa, construida en el viejo estilo isabelino, y también sus impresiones de colegial.
Volvió a Richmond en 1822 y prosiguió sus estudios en América bajo la dirección de los mejores profesores del lugar. En la Universidad de Charlottesville, donde ingresó en 1825, se distinguió no sólo por una inteligencia casi milagrosa, sino también por una profusión casi siniestra de pasiones —una precocidad realmente americana— que fue, por último, la causa de su expulsión. Conviene señalar de paso que Poe había demostrado ya, en Charlottesville, una aptitud de las más notables para las ciencias físicas y matemáticas. Más tarde la empleará con frecuencia en sus extraños cuentos, y obtendrá de ella medios absolutamente inesperados. Pero tengo razones para creer que no es a ese orden de composiciones a las que él daba más importancia, y que —quizá precisamente a causa de esa aptitud precoz— las consideraba como fáciles juegos de manos, comparándolas con las obras de pura fantasía. Unas desdichadas deudas de juego originaron una desavenencia pasajera entre él y su padre adoptivo, y Edgar —hecho de los más curiosos y que prueba, pese a lo que se ha dicho, una dosis de caballerosidad muy grande en su impresionable cerebro—concibió el proyecto de tomar parte en las guerras de los helenos y de ir a luchar contra los turcos. Partió, pues, hacia Grecia. ¿Qué fue de él en Oriente? ¿Qué hizo allí? ¿Estudió las costas clásicas del Mediterráneo? ¿Por qué le encontramos nuevamente en San Petersburgo, sin pasaporte, comprometido, y en qué clase de asunto, obligado a recurrir al ministro americano, Henry Middleton, para librarse de la sanción rusa y volver a su casa? Se ignora; existe ahí una laguna que él sólo hubiese podido llenar. La vida de Edgar A. Poe, su juventud, sus aventuras en Rusia y su correspondencia han sido anunciadas largo tiempo por los periódicos americanos, pero no han aparecido nunca.
De regreso en América, en 1829, expresó el deseo de ingresar en la escuela militar de West-Point; fue admitido, en efecto, y allí, como en otras partes, dio pruebas de una inteligencia admirablemente dotada, pero indisciplinable, siendo, al cabo de unos meses, expulsado. Al mismo tiempo ocurría en su familia adoptiva un suceso que debía tener las más graves consecuencias sobre su vida entera. La señora Allan, por quien parece él haber sentido un afecto verdaderamente filial, falleció, y el señor Allan se casó con una mujer muy joven. Y en esta época tuvo lugar una desavenencia doméstica, una historia rara y tenebrosa que no puedo contar, porque no ha sido claramente explicada por ningún biógrafo. No es, por tanto, extraño que él se haya separado definitivamente del señor Allan, y que éste, que tuvo hijos de su segundo matrimonio, le haya excluido por completo de su testamento.
Poco tiempo después de haber abandonado Richmond, Poe publicó un pequeño tomo de poesías; fue realmente una aurora brillante. Para quien sabe sentir la poesía inglesa, hay ya en él un acento extraterreno, la serenidad en la melancolía, la deliciosa solemnidad, la experiencia precoz —iba a decir, creo, la experiencia innata— que caracterizan a los grandes poetas.
La miseria le hizo ser soldado una temporada, y es de suponer que empleó los pesados ocios de la vida de guarnición en preparar los materiales de sus futuras composiciones, composiciones extrañas que parecen haber sido creadas para demostrarnos que la singularidad es una de las partes integrantes de lo Bello. Al volver a la vida literaria, el único elemento en que pueden respirar ciertos seres déclassés, Poe fenecía en una extrema miseria, cuando un azar feliz le hizo mejorar. El propietario de una revista acababa de fundar dos premios: uno, para el mejor cuento; otro, para el mejor poema. Una letra singularmente bella atrajo la mirada de Mr. Kennedy, que presidía el jurado, y le dio deseos de examinar por sí mismo los manuscritos. Y sucedió que Poe había ganado los dos premios, aunque sólo uno le fue entregado. El presidente del jurado sintió la curiosidad de ver al desconocido. El director del diario le llevó a un joven de una belleza chocante, andrajoso, abrochado hasta la barbilla, y que tenía el aspecto de un caballero tan orgulloso como hambriento. Kennedy se portó bien. Presentó a Poe a un señor, Thomas White, que fundaba en Richmond el Southern Literary Messenger. El señor White era un hombre audaz, pero sin ningún talento literario; necesitaba un ayudante. Poe se encontró así, muy joven —a los veintidós años—, director de una revista cuyo destino descansaba por entero en él. El creó esa prosperidad. El Southern Literary Messenger reconoció desde entonces que era a aquel excéntrico maldito, a aquel borracho incorregible, a quien debía su público y su fructuosa notoriedad. En ese magazine es donde aparecieron por primera vez la Aventura sin par de un tal Hans Pfaall y otros varios cuentos que los lectores verán ahora desfilar ante sus ojos. Durante cerca de dos años, Edgar A. Poe, con un maravilloso ardor, asombró a su público con una serie de composiciones de un nuevo género y con artículos críticos cuya viveza, claridad y severidad razonadas estaban hechas realmente para atraer las miradas. Aquellos artículos se ocupaban de libros de todo género, y la sólida cultura que el joven había adquirido le sirvió de mucho. Conviene saber que aquella tarea considerable la realizaba él por quinientos dólares; es decir, por dos mil setecientos francos al año. Inmediatamente —dice Griswold, lo cual quiere decir; «¡Se creía, pues, rico el muy imbécil!»— se casó con una muchacha bella, encantadora, de un carácter amable y heroico, pero que no tenía un céntimo —añade el propio Griswold en un tono de desdén—. Era la señorita Virginia Clemm, una prima suya.
Pese a los servicios hechos a su diario, el señor White riñó con Poe al cabo de dos años, aproximadamente. El motivo de esa ruptura estuvo, sin duda, en los ataques de hipocondría y en las crisis alcohólicas del poeta, accidentes característicos que ensombrecían su cielo espiritual, como esas nubes lúgubres que dan de pronto al paisaje más romántico un aire de melancolía en apariencia irreparable. A partir de entonces, veremos trasladar su tienda al desventurado, como un hombre del desierto, y transportar su ligero petate a las principales ciudades de la Unión. Dirigió en todas partes revistas o colaboró en ellas de una manera brillante. Difundió con deslumbradora rapidez artículos críticos, filosóficos y cuentos henchidos de magia, que aparecieron reunidos bajo el título de Tales of the Grotesque and the Arabesque, título notable e intencionado, pues los adornos grotescos y arabescos rechazan la figura humana, y ya se verá que por muchos conceptos la literatura de Poe es extra o sobrehumana. Sabremos, por notas ofensivas y escandalosas insertadas en los periódicos, que Mr. Poe y su mujer se encuentran enfermos de peligro en Fordham y en una absoluta miseria. Poco tiempo después de la muerte de la señora Poe, el poeta sufrió los primeros ataques de delirium tremens. Una nueva nota apareció de repente en un diario —ésta más que cruel—, en la que se acusa su desprecio y su asco del mundo, creándole uno de esos procesos tendenciosos, verdaderas requisitorias de la opinión, contra los cuales tuvo él siempre que defenderse, una de las luchas más estérilmente fatigosas que conozco.
Sin duda, ganaba dinero, y sus trabajos literarios le permitían casi vivir. Pero poseo pruebas de que él tenía que vencer sin cesar repugnantes dificultades. Soñó, como tantos otros escritores, con una revista suya, quiso estar en su casa, y el hecho es que había sufrido lo bastante para desear con ardor aquel cobijo definitivo de su pensamiento. A fin de alcanzar ese resultado y conseguir una suma de dinero suficiente, tuvo que recurrir a las lectures. Ya se sabe lo que son esas lectures, una especie de especulación, el Colegio de Francia puesto a disposición de todos los literatos, pues el autor no publica su lecture sino después de haber sacado de ella todos los ingresos que puede producir. Poe había dado ya en Nueva York una lecture de «Eureka», su poema cosmogónico, que había promovido incluso grandes discusiones. Pensó aquella vez dar lectures en su tierra natal, Virginia. Contaba, como escribió a Willis, con hacer una gira por el Oeste y el Sur y confiaba en el concurso de sus amigos literarios y de sus antiguas amistades de colegio y de West-Point. Visitó, pues, las principales ciudades de Virginia y Richmond contempló de nuevo a aquel a quien había conocido allí tan joven, tan pobre, tan derrotado. Todos los que no habían visto a Poe desde el tiempo de su oscuridad acudieron en masa para examinar a su ilustre compatriota. Y él apareció apuesto, elegante, correcto, como el genio. Hasta creo que desde hacía algún tiempo había él llevado su condescendencia al extremo de hacer que le admitiesen en una sociedad de templanza. Escogió un tema tan amplio como elevado: El principio de la poesía, y lo desarrolló con esa lucidez que es uno de sus privilegios. Creía, como verdadero poeta que era, que la finalidad de la poesía es de la misma naturaleza que su principio, y que no debe fijarse en otra cosa más que en sí misma.
La buena acogida que le dispensaron inundó su pobre corazón de orgullo y de gozo; se mostraba de tal modo encantado, que hablaba de establecerse definitivamente en Richmond y de acabar su vida en los lugares que su infancia le había hecho dilectos. Sin embargo, tenía asuntos en Nueva York, y partió el 4 de octubre, quejándose de escalofríos y de debilidad. Como siguiera sintiéndose bastante mal, al llegar a Baltimore, el 6, por la noche, hizo llevar su equipaje al embarcadero, desde donde debía dirigirse a Filadelfia, y entró en una taberna para tomar un excitante cualquiera. Allí, por desgracia, se encontró con antiguos amigos y se detuvo más de la cuenta. A la mañana siguiente, en las pálidas tinieblas del alba, fue encontrado un cadáver en la vía pública. ¿Debe decirse así? No, un cuerpo vivo aún, pero que la muerte había marcado ya con su real sello. Sobre aquel cuerpo, cuyo nombre se ignoraba, no se hallaron ni papeles ni dinero, y lo transportaron a un hospital. Allí murió Poe, la noche misma del domingo 7 de octubre de 1849, a la edad de treinta y siete años, vencido por el delirium tremens, ese terrible visitante que había ya atacado su cerebro una o dos veces. Así desapareció de este mundo uno de los más grandes héroes literarios, el hombre que había escrito en El gato negro estas palabras fatídicas: «¿Qué enfermedad es comparable al alcohol?»
Esa muerte es casi un suicidio, un suicidio preparado desde hacía largo tiempo. Cuando menos, provocó el escándalo. Fue grande el clamor, y la virtud dio salida a su canto enfático, libre y voluntariosamente. Las oraciones fúnebres más indulgentes tuvieron que dejar sitio a la inevitable moral burguesa, que se cuidó de no perder una ocasión tan admirable. Mr. Griswold difamó; Mr. Willis, sinceramente afligido, se comportó más que decorosamente. ¡Ay! El que había franqueado las alturas más arduas de la estética, sumiéndose en los abismos menos explorados del intelecto humano; el que, a través de una vida que se asemeja a una tempestad sin calma, había encontrado medios nuevos, procedimientos desconocidos para asombrar la imaginación, para seducir los espíritus sedientos de Belleza, acababa de morir en unas horas en un lecho del hospital. ¡Qué destino! ¡Y tanta grandeza y tanto infortunio para levantar un torbellino de fraseología burguesa, para convertirse en pasto y tema de los periodistas virtuosos!
Ut declamatio fiars!
Estos espectáculos no son nuevos; es raro que un sepulcro reciente e ilustre no sea un lugar de cita de escándalo. Por otra parte, la sociedad no ama a esos rabiosos desventurados, y ya sea porque perturbaban sus fiestas o ya sea porque los considere de buena fe como remordimientos, tiene ella, a no dudar, razón. ¿Quién no recuerda las declamaciones parisienses a raíz de la muerte de Balzac, que murió, empero, de manera correcta? Y en fecha más reciente aún —hace hoy, 26 de enero, un año justo—, cuando un escritor de una honradez admirable, de una elevada inteligencia, y siempre lúcido, fue discretamente, sin molestar a nadie —tan discretamente, que su discreción parecía desprecio—, a exhalar su alma en la calle más negra que pudo encontrar, ¡qué asqueantes homilías, qué asesinato refinado! Un periodista célebre, a quien Jesús no enseñara nunca maneras generosas, encontró la aventura lo bastante jovial para celebrarla con un burdo retruécano. Entre la nutrida enumeración de los derechos del hombre que la sabiduría del siglo XIX repite tan a menudo y con tanta complacencia, se han olvidado dos asaz importantes, que son: el derecho a contradecirse y el derecho a marcharse.
Pero la sociedad mira al que se va como a un insolente; castigaría de buena gana ciertos despojos fúnebres, como aquel infeliz soldado atacado de vampirismo a quien la vista de un cadáver exasperaba hasta el frenesí. Y con todo, puede decirse que, bajo la presión de determinadas circunstancias, después de un serio examen de ciertas incompatibilidades, con firmes creencias en ciertos dogmas y metempsicosis; puede decirse, sin énfasis y sin juego de palabras, que el suicidio es a veces el acto más razonable de la vida. Y así se forma una compañía de fantasmas, ya numerosa, que nos visita familiarmente, y en la que cada miembro viene a ensalzarnos su reposo actual y a confiarnos sus persuasiones.
Confesemos, no obstante, que el lúgubre fin del autor de Eureka suscitó algunas consoladoras excepciones, sin lo cual sería cosa de desesperarse y el mundo resultaría insufrible. Mr. Willis, como ya he dicho, habló con honradez, y hasta con emoción, de las buenas relaciones que había mantenido siempre con Poe. Los señores John Neal y George Graham llamaron al señor Griswold al orden. El señor Longfellow —y ello es tanto más meritorio cuanto que Poe le había maltratado cruelmente— supo alabar de una manera digna de un poeta su elevada potencia como poeta y como prosista. Un desconocido escribió que la América literaria había perdido su cabeza más poderosa.
Pero el corazón partido, el corazón desgarrado, el corazón traspasado por siete puñales, fue el de la señora Clemm. Edgar era a la vez su hijo y su hija. «¡Rudo destino —dice Willis, de quien tomo estos detalles casi textualmente—, rudo destino el que ella velaba y protegía! Porque Edgar A. Poe era un hombre embarazoso; aparte de que escribía con una fastidiosa dificultad y con un estilo demasiado por encima del nivel intelectual corriente para poderle pagar caro, estaba siempre atosigado por apuros monetarios, y con frecuencia él y su mujer enferma carecían de las cosas más precisas en la vida.» Un día, Willis vio entrar en su despacho a una mujer, vieja, dulce, seria. Era la señora Clemm. Buscaba trabajo para su querido Edgar. El biógrafo dice que se sintió hondamente emocionado no sólo por el elogio perfecto, por la exacta apreciación que hizo ella del talento de su hijo, sino también por todo su aspecto exterior, por su voz suave y triste, por sus maneras un poco anticuadas, pero bellas y nobles. «Y durante varios años —añade— hemos visto a esa infatigable servidora del genio, pobre y mal vestida, de diario en diario para vender unas veces un poema, otras un artículo, diciendo en ocasiones que estaba enfermo —única aplicación, única razón, invariable disculpa que ella daba cuando su hijo se hallaba atacado momentáneamente de una de esas esterilidades que conocen los escritores nerviosos—, sin permitir nunca que sus labios soltasen una palabra que pudiera ser interpretada como una duda, como una falta de confianza en el genio y en la voluntad de su bienamado.» Cuando su hija murió, ella se consagró al superviviente de la destrozada batalla con un ardor maternal acrecentado, vivió con él, le cuidó, le vigiló, defendiéndole contra la vida y contra él mismo. «En verdad —termina Willis con una elevada e imparcial razón—, si la abnegación de la mujer, nacida con un primer amor y mantenida por la pasión humana, glorifica y consagra su objeto, ¿qué no dice en favor del que le inspiró una abnegación como ésta, pura, desinteresada y santa como un centinela divino?» Los detractores de Poe hubieran debido, en efecto, darse cuenta de que hay seducciones tan poderosas, que no pueden ser sino virtudes.
Es de imaginar lo terrible que fue la noticia para la desdichada mujer. Escribió una carta a Willis, de la cual son estas líneas:
«He sabido esta mañana la muerte de mi bienamado Eddie… ¿Puede usted comunicarme algunos detalles, algunas circunstancias?… ¡Oh, no deje a su pobre amiga en esta amarga aflicción!… Dígale al señor X que venga a verme; tengo que participarle un encargo de mi pobre Eddie… No necesito rogarle que anuncie usted su muerte, y que hable bien de él. Sé que lo hará. Pero recalque usted bien el hijo afectuoso que era para mí, su pobre madre desolada…»
Esta mujer se me aparece grande y más que noble. Herida por un golpe irreparable, sólo piensa en la reputación del que lo era todo para ella, y no basta para contestarle con decir que era un genio; es preciso que sepan que era un hombre recto y afectuoso. Es evidente que esa madre —antorcha y hogar encendidos por un rayo del más alto cielo— ha sido dada como ejemplo a nuestras razas, muy poco preocupadas de la abnegación, del heroísmo y de todo cuanto es más que el deber. ¿No era justo inscribir a la cabeza de las obras del poeta el nombre de la que fue el sol moral de su vida? Aromará en su gloria el nombre de la mujer cuya ternura sabía curar sus llagas, y cuya imagen volará sin cesar por encima del martirologio de la literatura.
III
LA VIDA DE POE, sus costumbres, sus modales, su ser físico, todo lo que constituye el conjunto de su personalidad, se nos aparece como algo tenebroso y brillante a la vez. Su persona era singular, seductora, y, como sus obras, estaba marcada por un indefinible sello de melancolía. Por lo demás, él se hallaba notablemente dotado en todos los sentidos. De joven había demostrado una rara aptitud para todos los ejercicios físicos, y aun siendo pequeño de estatura, con pies y manos femeniles, mostrando todo su ser ese carácter de delicadeza femenina, era más que robusto y capaz de maravillosas pruebas de fuerza. En su juventud ganó una apuesta como nadador que supera la medida ordinaria de lo posible. Diríase que la Naturaleza da a aquellos de quienes quiere conseguir grandes cosas un temperamento enérgico, así como da una poderosa vitalidad a los árboles encargados de simbolizar el duelo y el dolor. Esos hombres, de apariencia a veces enfermiza, están forjados como atletas, son aptos para la orgía y para el trabajo, prontos a los excesos y capaces de asombrosas sobriedades.
Hay algunos puntos relativos a Edgar A. Poe sobre los cuales existe un acuerdo unánime, como, por ejemplo, su elevada distinción natural, su elocuencia y su belleza, de la que, según dicen, se sentía un tanto vanidoso.
Sus maneras, mezcla singular de altivez y de dulzura exquisita, estaban llenas de firmeza. Su fisonomía, sus andares, sus gestos, sus movimientos de cabeza, todo le señalaba, máxime en sus días buenos, como un ser elegido. Toda su persona respiraba una solemnidad penetrante. Estaba, en realidad, marcado por la Naturaleza, como esas figuras de viandantes que atraen la mirada del observador y preocupan su memoria. El propio pedante y agrio Griswold confiesa que, cuando fue a visitar a Poe y le encontró pálido y enfermo aún por la muerte y la enfermedad de su mujer, se sintió conmovido en alto grado no sólo por la perfección de sus modales, sino también por su fisonomía aristocrática, por la atmósfera perfumada de su habitación, muy modestamente amueblada. Griswold ignora que el poeta posee más que todos los otros hombres ese maravilloso privilegio, atribuido a la mujer parisiense y a la española, de saber adornarse con nada, y que Poe, enamorado de lo Bello en todas las cosas, hubiese encontrado el arte de transformar una choza en un palacio de nueva clase. ¿No ha escrito, con el talento más original y curioso, proyectos de mobiliarios, planos de casas de campo, de jardines y de reformas de paisajes?
Existe una carta encantadora de la señora Frances Osgood, que fue una de las amigas de Poe, y que nos da sobre sus costumbres, sobre su persona y sobre su vida doméstica los más curiosos detalles. Esta dama, que era también un escritora distinguida, niega valientemente todos los vicios y todas las faltas achacados al poeta.
«Con los hombres —dice a Griswold—, quizá fuese como usted le describe, y como hombre puede usted tener razón. Pero yo afirmo el hecho de que con las mujeres era muy distinto, y de que nunca ha habido mujer alguna que haya conocido a Mr. Poe que no haya experimentado hacia él un profundo interés. Siempre se me apareció como un modelo de elegancia, de distinción y de generosidad…
«La primera vez que nos vimos fue en Astor House. Willis me había dado en casa El cuervo, sobre el cual el autor, me dijo, deseaba conocer mi opinión. La música misteriosa y sobrenatural de ese poema extraño me penetró tan íntimamente, que, cuando supe que Poe deseaba serme presentado, experimenté un sentimiento singular que se asemejaba al espanto. Apareció él con su bella y orgullosa cabeza, sus ojos sombríos que lanzaban una luz elegida, una luz de sentimiento y de pensamiento; con sus maneras que eran una mezcla intraducible de altivez y de suavidad. Me saludó, tranquilo, serio, casi frío; pero bajo aquella frialdad vibraba una simpatía tan marcada, que no pude por menos de sentirme impresionada a fondo. A partir de aquel momento, hasta su muerte, fuimos amigos…, y sé que en sus últimas palabras tuve mi parte de recuerdo, y que él me dio, antes que su razón fuese derrocada de su trono de soberana, una prueba suprema de su fiel amistad.
«Era, sobre todo en su interior, a la vez sencillo y poético, donde el carácter de Edgar A. Poe se mostraba para mí bajo su mejor aspecto. Bromista, afectuoso, ingenioso; tan pronto dócil como indómito, lo mismo que un niño mimado, tenía siempre para su joven, dulce y adorada mujer, y para todos los que acudían, aun en medio de sus más fatigosas labores literarias, una palabra amable, una sonrisa benévola, atenciones graciosas y corteses. Se pasaba horas interminables ante su mesa, bajo el retrato de su Leonora, la amada y la muerta, siempre asiduo, siempre resignado y fijando con su admirable letra las brillantes fantasías que cruzaban su asombroso cerebro, sin cesar en alerta. Recuerdo haberle visto una mañana más alegre y jovial que de costumbre. Virginia, su dulce mujer, me había rogado que fuese a verlos, y me era imposible resistir sus ruegos… Le encontré trabajando en la serie de artículos que ha publicado bajo el título The Literature of New York. "Vea usted —me dijo, desplegando con una risa triunfal varios pequeños rollos de papel (escribía sobre tiras estrechas, sin duda para adaptar su copia a la justificación de los diarios)—; voy a mostrarle por la diferencia de tamaños los diversos grados de estimación que tengo por cada miembro de su especie literaria. En cada uno de estos papeles, uno de ustedes es vapuleado y discutido particularmente. ¡Ven aquí, Virginia, y ayúdame!" Y los desplegaron todos, uno por uno. Al final había uno que parecía interminable. Virginia, riendo, retrocedía hasta un extremo de la habitación, cogiéndolo por una punta, y su marido hacia otro rincón, con la otra punta. "¿Y quién es el afortunado —dije— que ha juzgado usted digno de esa inconmensurable ternura?" "¿Ustedes la oyen? ¡Como si su vanidoso corazoncito no le hubiese ya dicho que es ella!"
«Cuando me vi obligada a viajar por motivos de salud, sostuve una correspondencia regular con Poe, obedeciendo en esto a las vivas instancias de su mujer, quien creía que podía yo tener sobre él una influencia y un ascendiente saludables… En cuanto al amor y a la confianza que existían entre su mujer y él, y que eran para mí un espectáculo delicioso, no podría hablar de ellos con la convicción y el calor suficientes. No menciono algunos pequeños episodios poéticos a los cuales le impulsó su temperamento novelesco. Creo que era la única mujer a quien él amó de verdad…»
En las novelas cortas de Poe no hay nunca amor. Al menos, Ligeia, Eleonora, no son, hablando con propiedad, historias de amor, ya que la idea principal sobre la que gira la obra es otra por completo. Acaso él creía que la prosa no es lengua a la altura de ese singular y casi intraducible sentimiento; porque sus poesías, en cambio, están fuertemente saturadas de él. La divina pasión aparece en ellas, magnífica, estrellada, velada siempre por una irremediable melancolía. En sus artículos habla a veces del amor como de una cosa cuyo nombre hace temblar la pluma. En The Domain of Arnhaim afirmará que las cuatro condiciones elementales de la felicidad son: la vida al aire libre, el amor de una mujer, el desapego de toda ambición y la creación de una nueva Belleza. Lo que corrobora la idea de la señora Frances Osgood referente al aspecto caballeresco de Poe por las mujeres es que, pese a su prodigioso talento para lo grotesco y lo horrible, no haya en toda su obra un solo pasaje que se refiera a la lujuria, ni siquiera a los goces sensuales. Sus retratos de mujeres están, por decirlo así, aureolados; brillan en el seno de un vapor sobrenatural y están pintados con la manera enfática de un adorador. En cuanto a los pequeños episodios novelescos, ¿puede a uno extrañarle que un ser tan nervioso, cuya sed por lo Bello era quizá su rasgo principal, haya cultivado a veces, con un ardor apasionado, la galantería, esa flor volcánica, almizclada, para quien el cerebro vehemente de los poetas es un terreno predilecto?
De su singular belleza personal, a la que se refieren varios biógrafos, el espíritu puede, creo yo, hacerse una idea aproximada recurriendo a todas las nociones vagas, características, contenidas en la palabra romántica, palabra que sirve generalmente para representar los géneros de belleza que consisten sobre todo en la expresión. Poe tenía una frente amplia, dominadora, en la que ciertas protuberancias revelaban las facultades desbordantes que están encargadas de representar —construcción, comparación, causalidad— y donde predominaban en un orgullo tranquilo el sentido de la idealidad, el sentido estético por excelencia. Sin embargo, pese a esos dones, o aun a causa de esos privilegios exorbitantes, aquella cabeza, vista de perfil, no presentaba tal vez un aspecto agradable. Como en todas las cosas excesivas por un sentido, un déficit podía originarse de la abundancia, una pobreza de la usurpación. Tenía unos ojos grandes, sombríos y luminosos a la vez, de un color incierto y tenebroso, tendiendo al violeta; la nariz, noble y sólida; la boca, fina y triste, aunque levemente sonriente; el cutis, moreno claro; el rostro, de ordinario, pálido; la fisonomía, un poco distraída e imperceptiblemente velada por una melancolía habitual.
Su conversación era de las más notables y con un fondo sustancioso. No era eso que se llama un charlista presuntuoso —cosa horrible—, y, además, su palabra, como su pluma, tenía horror a lo convencional; pero una amplia cultura, un rico vocabulario, profundos estudios, impresiones recogidas en varios países, hacían de su palabra una enseñanza. Su elocuencia, esencialmente poética, llena de método y moviéndose, empero, fuera de todo método conocido, arsenal de imágenes sacadas de un mundo poco frecuentado por la mayoría de los espíritus; un arte prodigioso para deducir de una proposición evidente y en absoluto aceptable nociones secretas y nuevas, para abrir sorprendentes perspectivas; en una palabra, el don de extasiar, de hacer pensar, de hacer soñar, de arrancar las almas del fango de la rutina: tales cosas eran sus deslumbradoras facultades, de las que muchas personas han conservado recuerdo. Pero sucedía a veces —eso cuentan, al menos— que el poeta, complaciéndose en un capricho destructor, arrastraba de nuevo con brusquedad a sus amigos a la tierra por obra de un cinismo desconsolador y derrocaba, brutal, su obra, henchida de espiritualidad. Hay, por lo demás, que señalar una cosa: que era muy poco exigente en la elección de sus oyentes, y creo que el lector encontrará sin dificultad en la Historia otras inteligencias grandes y originales para quienes toda compañía era buena. Ciertos espíritus, solitarios en medio de la multitud, y que se nutren en el monólogo, prescinden de la delicadeza en materia de público. Es, en suma, una especie de fraternidad basada en el desprecio.
De esa embriaguez —celebrada y reprochada con una insistencia que podría hacer creer que todos los escritores de los Estados Unidos, excepto Poe, son ángeles de sobriedad— hay que hablar, no obstante. Existen varias versiones plausibles, y ninguna excluye las otras. Ante todo, estoy obligado a hacer observar que Willis y la señora Osgood afirman que una cantidad muy pequeña de vino o de licor bastaba para perturbar por completo su organismo. Es, por cierto, fácil de suponer que un hombre tan verdaderamente solitario, tan profundamente desdichado, y que pudo considerar con frecuencia todo el sistema social como una paradoja y una impostura; un hombre que, acosado por un destino inexorable, repetía a menudo que la sociedad no implica más que un tropel de miserables (Griswold refiere esto tan escandalizado como un hombre que puede pensar lo mismo, pero que no lo dirá nunca); es natural, digo, suponer que ese poeta, muy infantil en los azares de la vida libre, con el cerebro cercado por un trabajo áspero y continuo, haya buscado algunas veces una voluptuosidad de olvido en las botellas. Rencores literarios, vértigos del infinito, dolores hogareños, insultos de la miseria.
Poe huía de todo ello en la negrura, como de una tumba preparatoria, de la borrachera. Pero, por buena que parezca semejante explicación, no la encuentro lo bastante amplia, y desconfío de ella a causa de su deplorable simplicidad.
He sabido que él no bebía como un ansioso, sino como un bárbaro, con una actividad y una economía de tiempo totalmente americanas, como si realizase una función homicida, como si tuviese algo en él que matar, a worm that would not die. Se cuenta, además, que un día, en el momento de volver a casarse (habían corrido las amonestaciones, y cuando le felicitaban por aquel enlace que le aportaba las más elevadas condiciones de felicidad y de bienestar, habría él dicho: «Es posible que hayan corrido las amonestaciones; pero fíjense bien en esto: ¡no me casaré!»), fue con una borrachera atroz a escandalizar en la vecindad de la que debía ser su mujer, recurriendo así a su vicio para librarse de un perjurio hacia la pobre muerta, cuya imagen vivía siempre en él y a quien había cantado a maravilla en su Annabel Lee. Considero, pues, en un gran número de casos el hecho infinitamente precioso de premeditación como es sabido y comprobado.
Leo, por otra parte, en un largo artículo de Southern Literary Messenger —esa misma revista cuya fortuna había él iniciado— que jamás la pureza y la perfección de su estilo, jamás la claridad de su pensamiento y su ardor en el trabajo fueron alterados por esa terrible costumbre; que la confección de la mayoría de sus excelentes trozos precedió o siguió a alguna de sus crisis; que después de la publicación de Eureka se entregó lamentablemente a su inclinación, y que en Nueva York, la mañana misma en que aparecía El cuervo, cuando el nombre del poeta estaba en todas las bocas, él cruzaba Broadway tambaleándose de un modo bochornoso. Observen ustedes que las palabras precedido o seguido implican que la embriaguez podía servir de excitante lo mismo que de descanso.
Ahora bien: es indudable que —parecidas a esas impresiones fugaces y chocantes, tanto más chocantes en sus reapariciones cuanto más fugaces son, que siguen a veces a un síntoma exterior, especie de advertencia como el sonido de una campana, una nota musical o un perfume olvidado, las cuales son también seguidas de un suceso análogo a otro suceso ya conocido y que ocupaba el mismo lugar en una cadena anteriormente revelada; semejantes a esos singulares sueños periódicos que se repiten cuando dormimos— existen en la borrachera no sólo encadenamientos de sueños, sino una serie de razonamientos que necesitan, para reproducirse, del medio que les ha dado origen. Si el lector me ha atendido sin repugnancia habrá adivinado ya mi conclusión: creo que en muchos casos —no en todos, ciertamente— la embriaguez de Poe era un medio mnemotécnico, un método de trabajo, método enérgico y mortal, pero apropiado a su naturaleza apasionada. El poeta había aprendido a beber, como un escritor escrupuloso se ejercita llenando cuadernos de notas. No podía resistir el deseo de hallar de nuevo las visiones maravillosas o aterradoras, las concepciones sutiles que había encontrado en una tempestad precedente: eran viejas amistades que le atraían, imperativas, y para reanudar su relación con ellas tomaba el camino más peligroso, pero el más directo. Una parte de lo que hoy produce nuestro goce es lo que le mató.
IV
DE LAS OBRAS de ese singular genio poco tengo que decir; el público mostrará lo que de ellas piensa. Me sería difícil quizá, pero no imposible, esclarecer su método, explicar su procedimiento, sobre todo en la parte de sus obras cuyo principal efecto reside en un análisis bien manejado. Podría yo introducir al lector en los misterios de su fabricación, extenderme largamente sobre esa porción de genio americano que le hace regocijarse de una dificultad vencida, de un enigma explicado, de un tour de force realizado; que le impulsa a divertirse con una voluptuosidad infantil y casi perversa en el mundo de las probabilidades y de las conjeturas, y a crear mentiras a las cuales su arte sutil presta una vida verdadera. Nadie negará que Poe es un prestidigitador maravilloso, y sé que otorgaba sobre todo su estimación a otra parte de sus obras. Tengo que hacer algunas observaciones más importantes, muy breves, en suma.
No es por sus milagros materiales, que le han dado, empero, su fama, por lo que él conquistará la admiración de las gentes que piensan, sino por su amor a lo Bello, por su conocimiento de las condiciones armónicas de la belleza, por su poesía profunda y gimiente, siquiera trabajada, transparente y correcta como una joya de cristal; por su admirable estilo, puro y singular —apretado como las mallas de una cota—, complaciente y minucioso —y cuya más ligera intención sirve para llevar suavemente al lector hacia un fin deseado—, y, en fin, sobre todo, por ese genio especialísimo, por ese temperamento único que le ha permitido pintar y explicar de una manera impecable, sorprendente, terrible, la excepción en el orden moral. Diderot, para escoger un ejemplo entre cientos, es un autor sanguíneo. Poe es el escritor de los nervios, e incluso de algo más, y el mejor que yo conozco.
En él, toda entrada en materia es atrayente sin violencia, como un torbellino. Su solemnidad sorprende y mantiene el espíritu alerta. Percibe uno en seguida que se trata de algo serio. Y lentamente, poco a poco, se desenvuelve una historia cuyo interés todo se basa sobre una imperceptible desviación del intelecto, sobre una hipótesis audaz, sobre una dosificación imprudente de la Naturaleza en la amalgama de las facultades. El lector, apresado por el vértigo, se ve obligado a seguir al autor en sus atractivas deducciones.
Ningún hombre, lo repito, ha contado con mayor magia las excepciones de la vida humana y de la Naturaleza, los ardores de curiosidad de la convalecencia, los finales de estación cargados de esplendores enervantes, los tiempos cálidos, húmedos y brumosos, en que el viento del Sur ablanda y afloja los nervios como las cuerdas de un instrumento, en que los ojos se llenan de lágrimas que no provienen del corazón; la alucinación dejando lo primero sitio a la duda, y muy pronto convencida y razonadora como un libro; lo absurdo instalándose en la inteligencia y rigiéndola como una lógica espantosa, la histeria usurpando el sitio de la voluntad, la contradicción asentada entre los nervios y el espíritu, y el hombre desacorde hasta el punto de expresar el dolor con la risa. Él analiza lo que hay de más fugaz, sopesa lo imponderable y describe en una forma minuciosa y científica, cuyos efectos son terribles, toda esa parte imaginaria que flota en torno al hombre nervioso y le hace acabar mal.
El ardor mismo con que se arroja a lo grotesco por amor a lo grotesco, a lo horrible por amor a lo horrible, me sirve para comprobar la sinceridad de su obra y la unión del hombre con el poeta. He observado ya que en varios hombres ese ardor era con frecuencia el resultado de una amplia energía vital inocupada, a veces de una obstinada castidad y también de una profunda sensibilidad contenida. La voluptuosidad sobrenatural que el hombre puede experimentar viendo correr su propia sangre; los movimientos repentinos, violentos, inútiles; los fuertes gritos lanzados al aire, sin que el espíritu mande a la garganta, son fenómenos a situar en el mismo orden.
En el seno de esta literatura en que el aire está enrarecido, el espíritu puede experimentar esa gran angustia, ese miedo pronto a las lágrimas y ese malestar del corazón que residen en los lugares inmensos y singulares. Pero la admiración es más fuerte, ¡y, además, el arte es tan grande! Los fondos y los accesorios son en ella apropiados al sentimiento de los personajes. Soledad de la Naturaleza o agitación de las ciudades, todo está descrito en ella nerviosa y fantásticamente. Como a nuestro Eugene Delacroix, que ha elevado su arte a la altura de la poesía grande, a Edgar A. Poe le complace agitar sus figuras sobre fondos violáceos y verdosos en que se revelan la fosforescencia de la podredumbre y el olor de la tormenta. La naturaleza que llaman inanimada participa de la naturaleza de los seres vivos, y, como ellos, se estremece con un temblor sobrenatural y galvánico. El espacio se ahonda por el opio; el opio da en él un sentido mágico a todos los tonos, y hace vibrar todos los ruidos con una sonoridad más significativa. A veces, lejanías magníficas, henchidas de luz y de color, se abren de repente en sus paisajes, y se ve aparecer en el fondo de sus horizontes ciudades orientales y arquitecturas vaporizadas por la distancia, donde el sol lanza lluvias de oro.
Los personajes de Poe, o más bien el personaje de Poe —el hombre de facultades sobreagudizadas, el hombre de nervios relajados, el hombre cuya voluntad ardorosa y paciente lanza un reto a las dificultades, aquel cuya mirada se clava con la rigidez de una espada sobre objetos que se agrandan a medida que él los mira— es Poe mismo. Y sus mujeres, todas dolientes y luminosas, muriendo de males extraños y hablando con una voz que parece música, son él también, o, cuando menos, por sus raras aspiraciones, por su saber, por su melancolía incurable, participan mucho de la naturaleza de su creador. En cuanto a su mujer ideal, a su Titánida, se revela bajo diferentes retratos, esparcidos en sus poesías demasiado escasas, retratos, o, mejor, modos de sentir la belleza, que el temperamento del autor aproxima y confunde en una unidad vaga, pero sensible, en la que vive más delicadamente acaso que en otra parte ese amor insaciable de lo Bello, que es su gran título; es decir, el resumen de los títulos que él posee al efecto y al respeto de los poetas.
Si tengo nueva ocasión, como espero, de hablar de este lírico, haré el análisis de sus opiniones filosóficas y literarias, así como, en general, de las obras cuya traducción completa tendría pocas probabilidades de éxito entre un público que prefiere con mucho la diversión y la emoción a la más importante verdad filosófica.
CHARLES BAUDELAIRE
SU VIDA Y SUS OBRAS
…algún maestro desventurado a quien la inexorable Fatalidad ha perseguido encarnizada, cada vez más encarnizada, hasta que sus cantos no tengan más que un solo estribillo, hasta que los cantos fúnebres de su Esperanza hayan adoptado este melancólico estribillo: «¡Nunca! ¡Nunca más!»
(Edgar A. Poe: El cuervo.)
En su trono de bronce el Destino se burla,
de amarga hiel empapando su esponja,
y la Necesidad es para ellos tenaza.
(Théophile Gautier: Tinieblas.)
I
EN ESTOS ÚLTIMOS TIEMPOS compareció ante nuestros tribunales un desdichado cuya frente estaba marcada por un raro y singular tatuaje. ¡Desafortunado! Llevaba él así encima de sus ojos la etiqueta de su vida, como un libro su título, y el interrogatorio demostró que aquel extraño rótulo era cruelmente verídico. Hay en la historia literaria destinos análogos, verdaderas condenas, hombres que llevan las palabras «mala suerte» escritas en caracteres misteriosos sobre las arrugas sinuosas de su frente. El ángel ciego de la expiación se ha apoderado de ellos y los azota con uno y otro brazo para ejemplo edificante de los demás. En vano su vida revela talento, virtudes, gracia: la sociedad tiene para ellos un anatema especial y acusa en ellos las lesiones que les ha causado. ¿Qué no hizo Hoffmann para desarmar al Destino, y qué no realizó Balzac para conjurar la fortuna? ¿Existe, pues, una Providencia diabólica que prepara la desgracia desde la cuna, que arroja con premeditación naturalezas espirituales y angélicas en medios hostiles, como a mártires en los circos? ¿Existen, pues, almas santas y destinadas al altar, condenadas a ir hacia la muerte y hacia la gloria a través de sus propias ruinas? La pesadilla de las Tinieblas, ¿asediará eternamente a esas almas elegidas? En vano se agitan, en vano se forman para el mundo, para sus previsiones y asechanzas; perfeccionarán la prudencia, taparán todas las salidas, acolcharán las ventanas contra los proyectiles del azar; pero el Diablo entrará por el agujero de la cerradura. Una perfección será la falla de su coraza, y una cualidad superlativa, el germen de su condenación.
Para romperla, el águila, desde lo alto del cielo,
sobre su frente al aire soltará la tortuga,
pues ellos deben perecer fatalmente.
Su destino está escrito en toda su contextura, brilla con siniestro resplandor en sus miradas y en sus gestos, circula por sus arterias con cada uno de sus glóbulos sanguíneos.
Un célebre escritor de nuestro tiempo ha escrito un libro para demostrar que el poeta no podía encontrar buen acomodo ni en una sociedad democrática ni en una aristocrática, no más en una república que en una monarquía absoluta o templada. ¿Quién ha sabido, pues, replicarle perentoriamente? Yo aporto hoy una nueva leyenda en apoyo de su tesis y añado un nuevo santo al martirologio; debo escribir la historia de uno de esos ilustres desventurados, demasiado rica en poesía y pasión, que ha venido, después de tantos otros, a hacer en este bajo mundo el rudo aprendizaje del genio entre las almas inferiores.
¡Lamentable tragedia la vida de Edgar A. Poe! ¡Su muerte, horrible desenlace, cuyo horror aumenta con su trivialidad! De todos los documentos que he leído he sacado la convicción de que los Estados Unidos sólo fueron para Poe una vasta cárcel, que él recorría con la agitación febril de un ser creado para respirar en un mundo más elevado que el de una barbarie alumbrada con gas, y que su vida interior, espiritual, de poeta, o incluso de borracho, no era más que un esfuerzo perpetuo para huir de la influencia de esa atmósfera antipática. Implacable dictadura la de la opinión de las sociedades democráticas; no imploréis de ella ni caridad ni indulgencia, ni flexibilidad alguna en la aplicación de sus leyes a los casos múltiples y complejos de la vida moral. Diríase que del amor impío a la libertad ha nacido una nueva tiranía: la tiranía de las bestias, o zoocracia, que por su insensibilidad feroz se asemeja al ídolo de Juggernaut. Un biógrafo nos dirá seriamente —bienintencionado es el buen hombre— que Poe, de haber querido regularizar su genio y aplicar sus facultades creadoras de una manera más apropiada al suelo americano, hubiese podido llegar a ser un autor de dinero (a money making author). Otro —éste un cínico ingenuo—, que, por bello que sea el genio de Poe, más le hubiera valido tener sólo talento, ya que el talento se cotiza más fácilmente que el genio. Otro, que ha dirigido diarios y revistas, un amigo del poeta, confiesa que resultaba difícil utilizarle, y que se veía uno obligado a pagarle menos que a otros, porque escribía con un estilo demasiado por encima del vulgo. «¡Qué tufo a trastienda!», como decía Joseph de Maistre.
Algunos se han atrevido a más, y uniendo la falta de inteligencia más abrumadora de su genio a la ferocidad de la hipocresía burguesa, le han insultado a porfía, y después de su repentina desaparición, han vapuleado ásperamente ese cadáver; en especial, el señor Rufus Griswold, que, para aprovechar aquí la frase vengativa del señor George Graham, ha cometido así una infamia inmortal. Poe, experimentando quizá el siniestro presentimiento de un final repentino, había designado a los señores Griswold y Willis para ordenar sus obras, escribir su vida y restaurar su memoria. Ese pedagogo-vampiro ha difamado ampliamente a su amigo en un enorme artículo mediocre y rencoroso, que precisamente encabeza la edición póstuma de sus obras. ¿No existe, pues, en América una disposición que prohiba a los perros la entrada en los cementerios? En cuanto al señor Willis, ha demostrado, por el contrario, que la benevolencia y el decoro van siempre de consuno con el verdadero talento, y que la caridad con nuestros semejantes, que es un deber moral, es también uno de los mandamientos del gusto.
Hablad de Poe con un americano: confesará acaso su genio, y hasta puede que se muestre orgulloso de él; pero en tono sardónico, superior, que deja traslucir al hombre positivo, os hablará de la vida disoluta del poeta, de su aliento alcoholizado que hubiera ardido con la llama de una vela, sus hábitos de vagabundo. Os dirá que era un ser errante y heteróclito, un planeta desorbitado que rondaba sin cesar desde Baltimore a Nueva York, desde Nueva York a Filadelfia, desde Filadelfia a Boston, desde Boston a Baltimore, desde Baltimore a Richmond. Y si, con el corazón conmovido por esos preludios de una historia desconsoladora, dais a entender que tal vez no sea solamente culpable el individuo, y que debe de ser difícil pensar y escribir cómodamente en un país donde hay millones de soberanos —un país sin capital, hablando con propiedad, y sin aristocracia—, entonces veréis sus ojos desorbitarse y despedir rayos, la baba del patriotismo doliente subir a sus labios, y América, por su boca, lanzar injurias a Europa, su vieja madre, y a la filosofía de los antiguos días.
Repito que, por mi parte, he adquirido la convicción de que Edgar A. Poe y su patria no estaban al mismo nivel. Los Estados Unidos son un país gigantesco e infantil, envidioso, naturalmente, del viejo continente. Orgulloso de su desarrollo material, anormal y casi monstruoso, ese recién llegado a la Historia tiene una fe ingenua en la omnipotencia de la industria; está convencido, como algunos desdichados entre nosotros, de que acabará por tragarse al Diablo. ¡Tienen allá un valor tan grande el tiempo y el dinero! La actividad material, exagerada hasta adquirir las proporciones de una manía nacional, deja en los espíritus muy poco sitio para las cosas no terrenas. Poe, que era de buena casta —y que, por lo demás, declaraba que la gran desgracia de su país era no poseer una aristocracia racial, dado, decía él, que en un pueblo sin aristocracia el culto de lo Bello sólo puede corromperse, aminorarse y desaparecer; que acusaba en sus conciudadanos, hasta en su lujo enfático y costoso, todos los síntomas del mal gusto característico de los advenedizos; que consideraba el Progreso, la gran idea moderna, como un éxtasis de papanatas, y que denominaba los perfeccionamientos de la mansión humana cicatrices y abominaciones rectangulares—, Poe era allá un cerebro singularmente solitario. No creía más que en lo inmutable, en lo eterno, en el self-same, y gozaba —¡cruel privilegio en una sociedad enamorada de sí misma!— de ese grande y recto sentido a lo Maquiavelo que marcha ante el sabio como una columna luminosa a través del desierto de la Historia. ¿Qué hubiera pensado, qué hubiera escrito el infortunado, si hubiese oído a la teóloga del sentimiento suprimir el Infierno por amor al género humano, al filósofo de la cifra proponer un sistema de seguros, una suscripción de cinco céntimos por cabeza ¡para la supresión de la guerra y la abolición de la pena de muerte y de la ortografía, esas dos locuras correlativas!, y a tantos y tantos otros enfermos que escriben, «con la oreja inclinada hacia el viento», fantasías giratorias, tan flatulentas como el elemento que se las dicta? Si añadís a esta visión impecable de la verdad, auténtica dolencia en ciertas circunstancias, una delicadeza exquisita de sentidos a la que atormentaría una nota falsa, una finura de gusto a la que todo, excepto la exacta proporción, sublevara, un amor insaciable a lo Bello, que había adquirido la potencia de pasión morbosa, no os extrañará que para un hombre semejante la vida llegara a ser un infierno y que haya acabado mal; os admirará que haya él podido durar tanto tiempo.
II
LA FAMILIA DE POE era una de las más respetables de Baltimore. Su abuelo materno había servido como quarter-master-general en la guerra de la Independencia, y La Fayette le dispensaba una gran estimación y amistad.
Este, a raíz de su último viaje a los Estados Unidos, quiso ver a la viuda del general y testimoniarle su gratitud por los servicios que le había hecho su marido. El bisabuelo se había casado con una hija del almirante inglés MacBride, que estaba emparentado con las más nobles casas de Inglaterra. David Poe, padre de Edgar e hijo del general, se enamoró perdidamente de una actriz inglesa, Isabel Arnold, célebre por su belleza; se fugó y se casó con ella. Para unir más íntimamente su destino al de ella, se hizo actor y apareció con su mujer en diferentes teatros, en las principales ciudades de la Unión. Los esposos murieron en Richmond, casi al mismo tiempo, dejando en el abandono y en la penuria más completos a tres criaturas, una de las cuales era Edgar.
Edgar A. Poe había nacido en Baltimore, en 1813. Doy esta fecha de acuerdo con su propia afirmación, pues él se elevó contra la aseveración de Griswold, que sitúa su nacimiento en 1811. Si alguna vez el espíritu novelesco, para servirme de una frase de nuestro poeta, ha presidido un nacimiento —¡espíritu siniestro y tempestuoso!—, ciertamente, presidió el suyo. Poe fue, en verdad, hijo de la pasión y de la aventura. Un rico negociante de la ciudad, mister Allan, se entusiasmó con aquel lindo e infortunado a quien la Naturaleza había dotado de un aspecto encantador, y como no tenía hijos, le adoptó. El niño se llamó, pues, de allí en adelante Edgar Allan Poe. Fue así criado en una grata holgura y con la esperanza legítima de una de esas fortunas que dan al carácter una soberbia certeza. Sus padres adoptivos se lo llevaron en un viaje que hicieron a Inglaterra, Escocia e Irlanda, y antes de regresar a su país le dejaron en casa del doctor Bransby, que dirigía un importante centro de enseñanza en Stoke-Newington, cerca de Londres. Poe ha descrito en William Wilson aquella extraña casa, construida en el viejo estilo isabelino, y también sus impresiones de colegial.
Volvió a Richmond en 1822 y prosiguió sus estudios en América bajo la dirección de los mejores profesores del lugar. En la Universidad de Charlottesville, donde ingresó en 1825, se distinguió no sólo por una inteligencia casi milagrosa, sino también por una profusión casi siniestra de pasiones —una precocidad realmente americana— que fue, por último, la causa de su expulsión. Conviene señalar de paso que Poe había demostrado ya, en Charlottesville, una aptitud de las más notables para las ciencias físicas y matemáticas. Más tarde la empleará con frecuencia en sus extraños cuentos, y obtendrá de ella medios absolutamente inesperados. Pero tengo razones para creer que no es a ese orden de composiciones a las que él daba más importancia, y que —quizá precisamente a causa de esa aptitud precoz— las consideraba como fáciles juegos de manos, comparándolas con las obras de pura fantasía. Unas desdichadas deudas de juego originaron una desavenencia pasajera entre él y su padre adoptivo, y Edgar —hecho de los más curiosos y que prueba, pese a lo que se ha dicho, una dosis de caballerosidad muy grande en su impresionable cerebro—concibió el proyecto de tomar parte en las guerras de los helenos y de ir a luchar contra los turcos. Partió, pues, hacia Grecia. ¿Qué fue de él en Oriente? ¿Qué hizo allí? ¿Estudió las costas clásicas del Mediterráneo? ¿Por qué le encontramos nuevamente en San Petersburgo, sin pasaporte, comprometido, y en qué clase de asunto, obligado a recurrir al ministro americano, Henry Middleton, para librarse de la sanción rusa y volver a su casa? Se ignora; existe ahí una laguna que él sólo hubiese podido llenar. La vida de Edgar A. Poe, su juventud, sus aventuras en Rusia y su correspondencia han sido anunciadas largo tiempo por los periódicos americanos, pero no han aparecido nunca.
De regreso en América, en 1829, expresó el deseo de ingresar en la escuela militar de West-Point; fue admitido, en efecto, y allí, como en otras partes, dio pruebas de una inteligencia admirablemente dotada, pero indisciplinable, siendo, al cabo de unos meses, expulsado. Al mismo tiempo ocurría en su familia adoptiva un suceso que debía tener las más graves consecuencias sobre su vida entera. La señora Allan, por quien parece él haber sentido un afecto verdaderamente filial, falleció, y el señor Allan se casó con una mujer muy joven. Y en esta época tuvo lugar una desavenencia doméstica, una historia rara y tenebrosa que no puedo contar, porque no ha sido claramente explicada por ningún biógrafo. No es, por tanto, extraño que él se haya separado definitivamente del señor Allan, y que éste, que tuvo hijos de su segundo matrimonio, le haya excluido por completo de su testamento.
Poco tiempo después de haber abandonado Richmond, Poe publicó un pequeño tomo de poesías; fue realmente una aurora brillante. Para quien sabe sentir la poesía inglesa, hay ya en él un acento extraterreno, la serenidad en la melancolía, la deliciosa solemnidad, la experiencia precoz —iba a decir, creo, la experiencia innata— que caracterizan a los grandes poetas.
La miseria le hizo ser soldado una temporada, y es de suponer que empleó los pesados ocios de la vida de guarnición en preparar los materiales de sus futuras composiciones, composiciones extrañas que parecen haber sido creadas para demostrarnos que la singularidad es una de las partes integrantes de lo Bello. Al volver a la vida literaria, el único elemento en que pueden respirar ciertos seres déclassés, Poe fenecía en una extrema miseria, cuando un azar feliz le hizo mejorar. El propietario de una revista acababa de fundar dos premios: uno, para el mejor cuento; otro, para el mejor poema. Una letra singularmente bella atrajo la mirada de Mr. Kennedy, que presidía el jurado, y le dio deseos de examinar por sí mismo los manuscritos. Y sucedió que Poe había ganado los dos premios, aunque sólo uno le fue entregado. El presidente del jurado sintió la curiosidad de ver al desconocido. El director del diario le llevó a un joven de una belleza chocante, andrajoso, abrochado hasta la barbilla, y que tenía el aspecto de un caballero tan orgulloso como hambriento. Kennedy se portó bien. Presentó a Poe a un señor, Thomas White, que fundaba en Richmond el Southern Literary Messenger. El señor White era un hombre audaz, pero sin ningún talento literario; necesitaba un ayudante. Poe se encontró así, muy joven —a los veintidós años—, director de una revista cuyo destino descansaba por entero en él. El creó esa prosperidad. El Southern Literary Messenger reconoció desde entonces que era a aquel excéntrico maldito, a aquel borracho incorregible, a quien debía su público y su fructuosa notoriedad. En ese magazine es donde aparecieron por primera vez la Aventura sin par de un tal Hans Pfaall y otros varios cuentos que los lectores verán ahora desfilar ante sus ojos. Durante cerca de dos años, Edgar A. Poe, con un maravilloso ardor, asombró a su público con una serie de composiciones de un nuevo género y con artículos críticos cuya viveza, claridad y severidad razonadas estaban hechas realmente para atraer las miradas. Aquellos artículos se ocupaban de libros de todo género, y la sólida cultura que el joven había adquirido le sirvió de mucho. Conviene saber que aquella tarea considerable la realizaba él por quinientos dólares; es decir, por dos mil setecientos francos al año. Inmediatamente —dice Griswold, lo cual quiere decir; «¡Se creía, pues, rico el muy imbécil!»— se casó con una muchacha bella, encantadora, de un carácter amable y heroico, pero que no tenía un céntimo —añade el propio Griswold en un tono de desdén—. Era la señorita Virginia Clemm, una prima suya.
Pese a los servicios hechos a su diario, el señor White riñó con Poe al cabo de dos años, aproximadamente. El motivo de esa ruptura estuvo, sin duda, en los ataques de hipocondría y en las crisis alcohólicas del poeta, accidentes característicos que ensombrecían su cielo espiritual, como esas nubes lúgubres que dan de pronto al paisaje más romántico un aire de melancolía en apariencia irreparable. A partir de entonces, veremos trasladar su tienda al desventurado, como un hombre del desierto, y transportar su ligero petate a las principales ciudades de la Unión. Dirigió en todas partes revistas o colaboró en ellas de una manera brillante. Difundió con deslumbradora rapidez artículos críticos, filosóficos y cuentos henchidos de magia, que aparecieron reunidos bajo el título de Tales of the Grotesque and the Arabesque, título notable e intencionado, pues los adornos grotescos y arabescos rechazan la figura humana, y ya se verá que por muchos conceptos la literatura de Poe es extra o sobrehumana. Sabremos, por notas ofensivas y escandalosas insertadas en los periódicos, que Mr. Poe y su mujer se encuentran enfermos de peligro en Fordham y en una absoluta miseria. Poco tiempo después de la muerte de la señora Poe, el poeta sufrió los primeros ataques de delirium tremens. Una nueva nota apareció de repente en un diario —ésta más que cruel—, en la que se acusa su desprecio y su asco del mundo, creándole uno de esos procesos tendenciosos, verdaderas requisitorias de la opinión, contra los cuales tuvo él siempre que defenderse, una de las luchas más estérilmente fatigosas que conozco.
Sin duda, ganaba dinero, y sus trabajos literarios le permitían casi vivir. Pero poseo pruebas de que él tenía que vencer sin cesar repugnantes dificultades. Soñó, como tantos otros escritores, con una revista suya, quiso estar en su casa, y el hecho es que había sufrido lo bastante para desear con ardor aquel cobijo definitivo de su pensamiento. A fin de alcanzar ese resultado y conseguir una suma de dinero suficiente, tuvo que recurrir a las lectures. Ya se sabe lo que son esas lectures, una especie de especulación, el Colegio de Francia puesto a disposición de todos los literatos, pues el autor no publica su lecture sino después de haber sacado de ella todos los ingresos que puede producir. Poe había dado ya en Nueva York una lecture de «Eureka», su poema cosmogónico, que había promovido incluso grandes discusiones. Pensó aquella vez dar lectures en su tierra natal, Virginia. Contaba, como escribió a Willis, con hacer una gira por el Oeste y el Sur y confiaba en el concurso de sus amigos literarios y de sus antiguas amistades de colegio y de West-Point. Visitó, pues, las principales ciudades de Virginia y Richmond contempló de nuevo a aquel a quien había conocido allí tan joven, tan pobre, tan derrotado. Todos los que no habían visto a Poe desde el tiempo de su oscuridad acudieron en masa para examinar a su ilustre compatriota. Y él apareció apuesto, elegante, correcto, como el genio. Hasta creo que desde hacía algún tiempo había él llevado su condescendencia al extremo de hacer que le admitiesen en una sociedad de templanza. Escogió un tema tan amplio como elevado: El principio de la poesía, y lo desarrolló con esa lucidez que es uno de sus privilegios. Creía, como verdadero poeta que era, que la finalidad de la poesía es de la misma naturaleza que su principio, y que no debe fijarse en otra cosa más que en sí misma.
La buena acogida que le dispensaron inundó su pobre corazón de orgullo y de gozo; se mostraba de tal modo encantado, que hablaba de establecerse definitivamente en Richmond y de acabar su vida en los lugares que su infancia le había hecho dilectos. Sin embargo, tenía asuntos en Nueva York, y partió el 4 de octubre, quejándose de escalofríos y de debilidad. Como siguiera sintiéndose bastante mal, al llegar a Baltimore, el 6, por la noche, hizo llevar su equipaje al embarcadero, desde donde debía dirigirse a Filadelfia, y entró en una taberna para tomar un excitante cualquiera. Allí, por desgracia, se encontró con antiguos amigos y se detuvo más de la cuenta. A la mañana siguiente, en las pálidas tinieblas del alba, fue encontrado un cadáver en la vía pública. ¿Debe decirse así? No, un cuerpo vivo aún, pero que la muerte había marcado ya con su real sello. Sobre aquel cuerpo, cuyo nombre se ignoraba, no se hallaron ni papeles ni dinero, y lo transportaron a un hospital. Allí murió Poe, la noche misma del domingo 7 de octubre de 1849, a la edad de treinta y siete años, vencido por el delirium tremens, ese terrible visitante que había ya atacado su cerebro una o dos veces. Así desapareció de este mundo uno de los más grandes héroes literarios, el hombre que había escrito en El gato negro estas palabras fatídicas: «¿Qué enfermedad es comparable al alcohol?»
Esa muerte es casi un suicidio, un suicidio preparado desde hacía largo tiempo. Cuando menos, provocó el escándalo. Fue grande el clamor, y la virtud dio salida a su canto enfático, libre y voluntariosamente. Las oraciones fúnebres más indulgentes tuvieron que dejar sitio a la inevitable moral burguesa, que se cuidó de no perder una ocasión tan admirable. Mr. Griswold difamó; Mr. Willis, sinceramente afligido, se comportó más que decorosamente. ¡Ay! El que había franqueado las alturas más arduas de la estética, sumiéndose en los abismos menos explorados del intelecto humano; el que, a través de una vida que se asemeja a una tempestad sin calma, había encontrado medios nuevos, procedimientos desconocidos para asombrar la imaginación, para seducir los espíritus sedientos de Belleza, acababa de morir en unas horas en un lecho del hospital. ¡Qué destino! ¡Y tanta grandeza y tanto infortunio para levantar un torbellino de fraseología burguesa, para convertirse en pasto y tema de los periodistas virtuosos!
Ut declamatio fiars!
Estos espectáculos no son nuevos; es raro que un sepulcro reciente e ilustre no sea un lugar de cita de escándalo. Por otra parte, la sociedad no ama a esos rabiosos desventurados, y ya sea porque perturbaban sus fiestas o ya sea porque los considere de buena fe como remordimientos, tiene ella, a no dudar, razón. ¿Quién no recuerda las declamaciones parisienses a raíz de la muerte de Balzac, que murió, empero, de manera correcta? Y en fecha más reciente aún —hace hoy, 26 de enero, un año justo—, cuando un escritor de una honradez admirable, de una elevada inteligencia, y siempre lúcido, fue discretamente, sin molestar a nadie —tan discretamente, que su discreción parecía desprecio—, a exhalar su alma en la calle más negra que pudo encontrar, ¡qué asqueantes homilías, qué asesinato refinado! Un periodista célebre, a quien Jesús no enseñara nunca maneras generosas, encontró la aventura lo bastante jovial para celebrarla con un burdo retruécano. Entre la nutrida enumeración de los derechos del hombre que la sabiduría del siglo XIX repite tan a menudo y con tanta complacencia, se han olvidado dos asaz importantes, que son: el derecho a contradecirse y el derecho a marcharse.
Pero la sociedad mira al que se va como a un insolente; castigaría de buena gana ciertos despojos fúnebres, como aquel infeliz soldado atacado de vampirismo a quien la vista de un cadáver exasperaba hasta el frenesí. Y con todo, puede decirse que, bajo la presión de determinadas circunstancias, después de un serio examen de ciertas incompatibilidades, con firmes creencias en ciertos dogmas y metempsicosis; puede decirse, sin énfasis y sin juego de palabras, que el suicidio es a veces el acto más razonable de la vida. Y así se forma una compañía de fantasmas, ya numerosa, que nos visita familiarmente, y en la que cada miembro viene a ensalzarnos su reposo actual y a confiarnos sus persuasiones.
Confesemos, no obstante, que el lúgubre fin del autor de Eureka suscitó algunas consoladoras excepciones, sin lo cual sería cosa de desesperarse y el mundo resultaría insufrible. Mr. Willis, como ya he dicho, habló con honradez, y hasta con emoción, de las buenas relaciones que había mantenido siempre con Poe. Los señores John Neal y George Graham llamaron al señor Griswold al orden. El señor Longfellow —y ello es tanto más meritorio cuanto que Poe le había maltratado cruelmente— supo alabar de una manera digna de un poeta su elevada potencia como poeta y como prosista. Un desconocido escribió que la América literaria había perdido su cabeza más poderosa.
Pero el corazón partido, el corazón desgarrado, el corazón traspasado por siete puñales, fue el de la señora Clemm. Edgar era a la vez su hijo y su hija. «¡Rudo destino —dice Willis, de quien tomo estos detalles casi textualmente—, rudo destino el que ella velaba y protegía! Porque Edgar A. Poe era un hombre embarazoso; aparte de que escribía con una fastidiosa dificultad y con un estilo demasiado por encima del nivel intelectual corriente para poderle pagar caro, estaba siempre atosigado por apuros monetarios, y con frecuencia él y su mujer enferma carecían de las cosas más precisas en la vida.» Un día, Willis vio entrar en su despacho a una mujer, vieja, dulce, seria. Era la señora Clemm. Buscaba trabajo para su querido Edgar. El biógrafo dice que se sintió hondamente emocionado no sólo por el elogio perfecto, por la exacta apreciación que hizo ella del talento de su hijo, sino también por todo su aspecto exterior, por su voz suave y triste, por sus maneras un poco anticuadas, pero bellas y nobles. «Y durante varios años —añade— hemos visto a esa infatigable servidora del genio, pobre y mal vestida, de diario en diario para vender unas veces un poema, otras un artículo, diciendo en ocasiones que estaba enfermo —única aplicación, única razón, invariable disculpa que ella daba cuando su hijo se hallaba atacado momentáneamente de una de esas esterilidades que conocen los escritores nerviosos—, sin permitir nunca que sus labios soltasen una palabra que pudiera ser interpretada como una duda, como una falta de confianza en el genio y en la voluntad de su bienamado.» Cuando su hija murió, ella se consagró al superviviente de la destrozada batalla con un ardor maternal acrecentado, vivió con él, le cuidó, le vigiló, defendiéndole contra la vida y contra él mismo. «En verdad —termina Willis con una elevada e imparcial razón—, si la abnegación de la mujer, nacida con un primer amor y mantenida por la pasión humana, glorifica y consagra su objeto, ¿qué no dice en favor del que le inspiró una abnegación como ésta, pura, desinteresada y santa como un centinela divino?» Los detractores de Poe hubieran debido, en efecto, darse cuenta de que hay seducciones tan poderosas, que no pueden ser sino virtudes.
Es de imaginar lo terrible que fue la noticia para la desdichada mujer. Escribió una carta a Willis, de la cual son estas líneas:
«He sabido esta mañana la muerte de mi bienamado Eddie… ¿Puede usted comunicarme algunos detalles, algunas circunstancias?… ¡Oh, no deje a su pobre amiga en esta amarga aflicción!… Dígale al señor X que venga a verme; tengo que participarle un encargo de mi pobre Eddie… No necesito rogarle que anuncie usted su muerte, y que hable bien de él. Sé que lo hará. Pero recalque usted bien el hijo afectuoso que era para mí, su pobre madre desolada…»
Esta mujer se me aparece grande y más que noble. Herida por un golpe irreparable, sólo piensa en la reputación del que lo era todo para ella, y no basta para contestarle con decir que era un genio; es preciso que sepan que era un hombre recto y afectuoso. Es evidente que esa madre —antorcha y hogar encendidos por un rayo del más alto cielo— ha sido dada como ejemplo a nuestras razas, muy poco preocupadas de la abnegación, del heroísmo y de todo cuanto es más que el deber. ¿No era justo inscribir a la cabeza de las obras del poeta el nombre de la que fue el sol moral de su vida? Aromará en su gloria el nombre de la mujer cuya ternura sabía curar sus llagas, y cuya imagen volará sin cesar por encima del martirologio de la literatura.
III
LA VIDA DE POE, sus costumbres, sus modales, su ser físico, todo lo que constituye el conjunto de su personalidad, se nos aparece como algo tenebroso y brillante a la vez. Su persona era singular, seductora, y, como sus obras, estaba marcada por un indefinible sello de melancolía. Por lo demás, él se hallaba notablemente dotado en todos los sentidos. De joven había demostrado una rara aptitud para todos los ejercicios físicos, y aun siendo pequeño de estatura, con pies y manos femeniles, mostrando todo su ser ese carácter de delicadeza femenina, era más que robusto y capaz de maravillosas pruebas de fuerza. En su juventud ganó una apuesta como nadador que supera la medida ordinaria de lo posible. Diríase que la Naturaleza da a aquellos de quienes quiere conseguir grandes cosas un temperamento enérgico, así como da una poderosa vitalidad a los árboles encargados de simbolizar el duelo y el dolor. Esos hombres, de apariencia a veces enfermiza, están forjados como atletas, son aptos para la orgía y para el trabajo, prontos a los excesos y capaces de asombrosas sobriedades.
Hay algunos puntos relativos a Edgar A. Poe sobre los cuales existe un acuerdo unánime, como, por ejemplo, su elevada distinción natural, su elocuencia y su belleza, de la que, según dicen, se sentía un tanto vanidoso.
Sus maneras, mezcla singular de altivez y de dulzura exquisita, estaban llenas de firmeza. Su fisonomía, sus andares, sus gestos, sus movimientos de cabeza, todo le señalaba, máxime en sus días buenos, como un ser elegido. Toda su persona respiraba una solemnidad penetrante. Estaba, en realidad, marcado por la Naturaleza, como esas figuras de viandantes que atraen la mirada del observador y preocupan su memoria. El propio pedante y agrio Griswold confiesa que, cuando fue a visitar a Poe y le encontró pálido y enfermo aún por la muerte y la enfermedad de su mujer, se sintió conmovido en alto grado no sólo por la perfección de sus modales, sino también por su fisonomía aristocrática, por la atmósfera perfumada de su habitación, muy modestamente amueblada. Griswold ignora que el poeta posee más que todos los otros hombres ese maravilloso privilegio, atribuido a la mujer parisiense y a la española, de saber adornarse con nada, y que Poe, enamorado de lo Bello en todas las cosas, hubiese encontrado el arte de transformar una choza en un palacio de nueva clase. ¿No ha escrito, con el talento más original y curioso, proyectos de mobiliarios, planos de casas de campo, de jardines y de reformas de paisajes?
Existe una carta encantadora de la señora Frances Osgood, que fue una de las amigas de Poe, y que nos da sobre sus costumbres, sobre su persona y sobre su vida doméstica los más curiosos detalles. Esta dama, que era también un escritora distinguida, niega valientemente todos los vicios y todas las faltas achacados al poeta.
«Con los hombres —dice a Griswold—, quizá fuese como usted le describe, y como hombre puede usted tener razón. Pero yo afirmo el hecho de que con las mujeres era muy distinto, y de que nunca ha habido mujer alguna que haya conocido a Mr. Poe que no haya experimentado hacia él un profundo interés. Siempre se me apareció como un modelo de elegancia, de distinción y de generosidad…
«La primera vez que nos vimos fue en Astor House. Willis me había dado en casa El cuervo, sobre el cual el autor, me dijo, deseaba conocer mi opinión. La música misteriosa y sobrenatural de ese poema extraño me penetró tan íntimamente, que, cuando supe que Poe deseaba serme presentado, experimenté un sentimiento singular que se asemejaba al espanto. Apareció él con su bella y orgullosa cabeza, sus ojos sombríos que lanzaban una luz elegida, una luz de sentimiento y de pensamiento; con sus maneras que eran una mezcla intraducible de altivez y de suavidad. Me saludó, tranquilo, serio, casi frío; pero bajo aquella frialdad vibraba una simpatía tan marcada, que no pude por menos de sentirme impresionada a fondo. A partir de aquel momento, hasta su muerte, fuimos amigos…, y sé que en sus últimas palabras tuve mi parte de recuerdo, y que él me dio, antes que su razón fuese derrocada de su trono de soberana, una prueba suprema de su fiel amistad.
«Era, sobre todo en su interior, a la vez sencillo y poético, donde el carácter de Edgar A. Poe se mostraba para mí bajo su mejor aspecto. Bromista, afectuoso, ingenioso; tan pronto dócil como indómito, lo mismo que un niño mimado, tenía siempre para su joven, dulce y adorada mujer, y para todos los que acudían, aun en medio de sus más fatigosas labores literarias, una palabra amable, una sonrisa benévola, atenciones graciosas y corteses. Se pasaba horas interminables ante su mesa, bajo el retrato de su Leonora, la amada y la muerta, siempre asiduo, siempre resignado y fijando con su admirable letra las brillantes fantasías que cruzaban su asombroso cerebro, sin cesar en alerta. Recuerdo haberle visto una mañana más alegre y jovial que de costumbre. Virginia, su dulce mujer, me había rogado que fuese a verlos, y me era imposible resistir sus ruegos… Le encontré trabajando en la serie de artículos que ha publicado bajo el título The Literature of New York. "Vea usted —me dijo, desplegando con una risa triunfal varios pequeños rollos de papel (escribía sobre tiras estrechas, sin duda para adaptar su copia a la justificación de los diarios)—; voy a mostrarle por la diferencia de tamaños los diversos grados de estimación que tengo por cada miembro de su especie literaria. En cada uno de estos papeles, uno de ustedes es vapuleado y discutido particularmente. ¡Ven aquí, Virginia, y ayúdame!" Y los desplegaron todos, uno por uno. Al final había uno que parecía interminable. Virginia, riendo, retrocedía hasta un extremo de la habitación, cogiéndolo por una punta, y su marido hacia otro rincón, con la otra punta. "¿Y quién es el afortunado —dije— que ha juzgado usted digno de esa inconmensurable ternura?" "¿Ustedes la oyen? ¡Como si su vanidoso corazoncito no le hubiese ya dicho que es ella!"
«Cuando me vi obligada a viajar por motivos de salud, sostuve una correspondencia regular con Poe, obedeciendo en esto a las vivas instancias de su mujer, quien creía que podía yo tener sobre él una influencia y un ascendiente saludables… En cuanto al amor y a la confianza que existían entre su mujer y él, y que eran para mí un espectáculo delicioso, no podría hablar de ellos con la convicción y el calor suficientes. No menciono algunos pequeños episodios poéticos a los cuales le impulsó su temperamento novelesco. Creo que era la única mujer a quien él amó de verdad…»
En las novelas cortas de Poe no hay nunca amor. Al menos, Ligeia, Eleonora, no son, hablando con propiedad, historias de amor, ya que la idea principal sobre la que gira la obra es otra por completo. Acaso él creía que la prosa no es lengua a la altura de ese singular y casi intraducible sentimiento; porque sus poesías, en cambio, están fuertemente saturadas de él. La divina pasión aparece en ellas, magnífica, estrellada, velada siempre por una irremediable melancolía. En sus artículos habla a veces del amor como de una cosa cuyo nombre hace temblar la pluma. En The Domain of Arnhaim afirmará que las cuatro condiciones elementales de la felicidad son: la vida al aire libre, el amor de una mujer, el desapego de toda ambición y la creación de una nueva Belleza. Lo que corrobora la idea de la señora Frances Osgood referente al aspecto caballeresco de Poe por las mujeres es que, pese a su prodigioso talento para lo grotesco y lo horrible, no haya en toda su obra un solo pasaje que se refiera a la lujuria, ni siquiera a los goces sensuales. Sus retratos de mujeres están, por decirlo así, aureolados; brillan en el seno de un vapor sobrenatural y están pintados con la manera enfática de un adorador. En cuanto a los pequeños episodios novelescos, ¿puede a uno extrañarle que un ser tan nervioso, cuya sed por lo Bello era quizá su rasgo principal, haya cultivado a veces, con un ardor apasionado, la galantería, esa flor volcánica, almizclada, para quien el cerebro vehemente de los poetas es un terreno predilecto?
De su singular belleza personal, a la que se refieren varios biógrafos, el espíritu puede, creo yo, hacerse una idea aproximada recurriendo a todas las nociones vagas, características, contenidas en la palabra romántica, palabra que sirve generalmente para representar los géneros de belleza que consisten sobre todo en la expresión. Poe tenía una frente amplia, dominadora, en la que ciertas protuberancias revelaban las facultades desbordantes que están encargadas de representar —construcción, comparación, causalidad— y donde predominaban en un orgullo tranquilo el sentido de la idealidad, el sentido estético por excelencia. Sin embargo, pese a esos dones, o aun a causa de esos privilegios exorbitantes, aquella cabeza, vista de perfil, no presentaba tal vez un aspecto agradable. Como en todas las cosas excesivas por un sentido, un déficit podía originarse de la abundancia, una pobreza de la usurpación. Tenía unos ojos grandes, sombríos y luminosos a la vez, de un color incierto y tenebroso, tendiendo al violeta; la nariz, noble y sólida; la boca, fina y triste, aunque levemente sonriente; el cutis, moreno claro; el rostro, de ordinario, pálido; la fisonomía, un poco distraída e imperceptiblemente velada por una melancolía habitual.
Su conversación era de las más notables y con un fondo sustancioso. No era eso que se llama un charlista presuntuoso —cosa horrible—, y, además, su palabra, como su pluma, tenía horror a lo convencional; pero una amplia cultura, un rico vocabulario, profundos estudios, impresiones recogidas en varios países, hacían de su palabra una enseñanza. Su elocuencia, esencialmente poética, llena de método y moviéndose, empero, fuera de todo método conocido, arsenal de imágenes sacadas de un mundo poco frecuentado por la mayoría de los espíritus; un arte prodigioso para deducir de una proposición evidente y en absoluto aceptable nociones secretas y nuevas, para abrir sorprendentes perspectivas; en una palabra, el don de extasiar, de hacer pensar, de hacer soñar, de arrancar las almas del fango de la rutina: tales cosas eran sus deslumbradoras facultades, de las que muchas personas han conservado recuerdo. Pero sucedía a veces —eso cuentan, al menos— que el poeta, complaciéndose en un capricho destructor, arrastraba de nuevo con brusquedad a sus amigos a la tierra por obra de un cinismo desconsolador y derrocaba, brutal, su obra, henchida de espiritualidad. Hay, por lo demás, que señalar una cosa: que era muy poco exigente en la elección de sus oyentes, y creo que el lector encontrará sin dificultad en la Historia otras inteligencias grandes y originales para quienes toda compañía era buena. Ciertos espíritus, solitarios en medio de la multitud, y que se nutren en el monólogo, prescinden de la delicadeza en materia de público. Es, en suma, una especie de fraternidad basada en el desprecio.
De esa embriaguez —celebrada y reprochada con una insistencia que podría hacer creer que todos los escritores de los Estados Unidos, excepto Poe, son ángeles de sobriedad— hay que hablar, no obstante. Existen varias versiones plausibles, y ninguna excluye las otras. Ante todo, estoy obligado a hacer observar que Willis y la señora Osgood afirman que una cantidad muy pequeña de vino o de licor bastaba para perturbar por completo su organismo. Es, por cierto, fácil de suponer que un hombre tan verdaderamente solitario, tan profundamente desdichado, y que pudo considerar con frecuencia todo el sistema social como una paradoja y una impostura; un hombre que, acosado por un destino inexorable, repetía a menudo que la sociedad no implica más que un tropel de miserables (Griswold refiere esto tan escandalizado como un hombre que puede pensar lo mismo, pero que no lo dirá nunca); es natural, digo, suponer que ese poeta, muy infantil en los azares de la vida libre, con el cerebro cercado por un trabajo áspero y continuo, haya buscado algunas veces una voluptuosidad de olvido en las botellas. Rencores literarios, vértigos del infinito, dolores hogareños, insultos de la miseria.
Poe huía de todo ello en la negrura, como de una tumba preparatoria, de la borrachera. Pero, por buena que parezca semejante explicación, no la encuentro lo bastante amplia, y desconfío de ella a causa de su deplorable simplicidad.
He sabido que él no bebía como un ansioso, sino como un bárbaro, con una actividad y una economía de tiempo totalmente americanas, como si realizase una función homicida, como si tuviese algo en él que matar, a worm that would not die. Se cuenta, además, que un día, en el momento de volver a casarse (habían corrido las amonestaciones, y cuando le felicitaban por aquel enlace que le aportaba las más elevadas condiciones de felicidad y de bienestar, habría él dicho: «Es posible que hayan corrido las amonestaciones; pero fíjense bien en esto: ¡no me casaré!»), fue con una borrachera atroz a escandalizar en la vecindad de la que debía ser su mujer, recurriendo así a su vicio para librarse de un perjurio hacia la pobre muerta, cuya imagen vivía siempre en él y a quien había cantado a maravilla en su Annabel Lee. Considero, pues, en un gran número de casos el hecho infinitamente precioso de premeditación como es sabido y comprobado.
Leo, por otra parte, en un largo artículo de Southern Literary Messenger —esa misma revista cuya fortuna había él iniciado— que jamás la pureza y la perfección de su estilo, jamás la claridad de su pensamiento y su ardor en el trabajo fueron alterados por esa terrible costumbre; que la confección de la mayoría de sus excelentes trozos precedió o siguió a alguna de sus crisis; que después de la publicación de Eureka se entregó lamentablemente a su inclinación, y que en Nueva York, la mañana misma en que aparecía El cuervo, cuando el nombre del poeta estaba en todas las bocas, él cruzaba Broadway tambaleándose de un modo bochornoso. Observen ustedes que las palabras precedido o seguido implican que la embriaguez podía servir de excitante lo mismo que de descanso.
Ahora bien: es indudable que —parecidas a esas impresiones fugaces y chocantes, tanto más chocantes en sus reapariciones cuanto más fugaces son, que siguen a veces a un síntoma exterior, especie de advertencia como el sonido de una campana, una nota musical o un perfume olvidado, las cuales son también seguidas de un suceso análogo a otro suceso ya conocido y que ocupaba el mismo lugar en una cadena anteriormente revelada; semejantes a esos singulares sueños periódicos que se repiten cuando dormimos— existen en la borrachera no sólo encadenamientos de sueños, sino una serie de razonamientos que necesitan, para reproducirse, del medio que les ha dado origen. Si el lector me ha atendido sin repugnancia habrá adivinado ya mi conclusión: creo que en muchos casos —no en todos, ciertamente— la embriaguez de Poe era un medio mnemotécnico, un método de trabajo, método enérgico y mortal, pero apropiado a su naturaleza apasionada. El poeta había aprendido a beber, como un escritor escrupuloso se ejercita llenando cuadernos de notas. No podía resistir el deseo de hallar de nuevo las visiones maravillosas o aterradoras, las concepciones sutiles que había encontrado en una tempestad precedente: eran viejas amistades que le atraían, imperativas, y para reanudar su relación con ellas tomaba el camino más peligroso, pero el más directo. Una parte de lo que hoy produce nuestro goce es lo que le mató.
IV
DE LAS OBRAS de ese singular genio poco tengo que decir; el público mostrará lo que de ellas piensa. Me sería difícil quizá, pero no imposible, esclarecer su método, explicar su procedimiento, sobre todo en la parte de sus obras cuyo principal efecto reside en un análisis bien manejado. Podría yo introducir al lector en los misterios de su fabricación, extenderme largamente sobre esa porción de genio americano que le hace regocijarse de una dificultad vencida, de un enigma explicado, de un tour de force realizado; que le impulsa a divertirse con una voluptuosidad infantil y casi perversa en el mundo de las probabilidades y de las conjeturas, y a crear mentiras a las cuales su arte sutil presta una vida verdadera. Nadie negará que Poe es un prestidigitador maravilloso, y sé que otorgaba sobre todo su estimación a otra parte de sus obras. Tengo que hacer algunas observaciones más importantes, muy breves, en suma.
No es por sus milagros materiales, que le han dado, empero, su fama, por lo que él conquistará la admiración de las gentes que piensan, sino por su amor a lo Bello, por su conocimiento de las condiciones armónicas de la belleza, por su poesía profunda y gimiente, siquiera trabajada, transparente y correcta como una joya de cristal; por su admirable estilo, puro y singular —apretado como las mallas de una cota—, complaciente y minucioso —y cuya más ligera intención sirve para llevar suavemente al lector hacia un fin deseado—, y, en fin, sobre todo, por ese genio especialísimo, por ese temperamento único que le ha permitido pintar y explicar de una manera impecable, sorprendente, terrible, la excepción en el orden moral. Diderot, para escoger un ejemplo entre cientos, es un autor sanguíneo. Poe es el escritor de los nervios, e incluso de algo más, y el mejor que yo conozco.
En él, toda entrada en materia es atrayente sin violencia, como un torbellino. Su solemnidad sorprende y mantiene el espíritu alerta. Percibe uno en seguida que se trata de algo serio. Y lentamente, poco a poco, se desenvuelve una historia cuyo interés todo se basa sobre una imperceptible desviación del intelecto, sobre una hipótesis audaz, sobre una dosificación imprudente de la Naturaleza en la amalgama de las facultades. El lector, apresado por el vértigo, se ve obligado a seguir al autor en sus atractivas deducciones.
Ningún hombre, lo repito, ha contado con mayor magia las excepciones de la vida humana y de la Naturaleza, los ardores de curiosidad de la convalecencia, los finales de estación cargados de esplendores enervantes, los tiempos cálidos, húmedos y brumosos, en que el viento del Sur ablanda y afloja los nervios como las cuerdas de un instrumento, en que los ojos se llenan de lágrimas que no provienen del corazón; la alucinación dejando lo primero sitio a la duda, y muy pronto convencida y razonadora como un libro; lo absurdo instalándose en la inteligencia y rigiéndola como una lógica espantosa, la histeria usurpando el sitio de la voluntad, la contradicción asentada entre los nervios y el espíritu, y el hombre desacorde hasta el punto de expresar el dolor con la risa. Él analiza lo que hay de más fugaz, sopesa lo imponderable y describe en una forma minuciosa y científica, cuyos efectos son terribles, toda esa parte imaginaria que flota en torno al hombre nervioso y le hace acabar mal.
El ardor mismo con que se arroja a lo grotesco por amor a lo grotesco, a lo horrible por amor a lo horrible, me sirve para comprobar la sinceridad de su obra y la unión del hombre con el poeta. He observado ya que en varios hombres ese ardor era con frecuencia el resultado de una amplia energía vital inocupada, a veces de una obstinada castidad y también de una profunda sensibilidad contenida. La voluptuosidad sobrenatural que el hombre puede experimentar viendo correr su propia sangre; los movimientos repentinos, violentos, inútiles; los fuertes gritos lanzados al aire, sin que el espíritu mande a la garganta, son fenómenos a situar en el mismo orden.
En el seno de esta literatura en que el aire está enrarecido, el espíritu puede experimentar esa gran angustia, ese miedo pronto a las lágrimas y ese malestar del corazón que residen en los lugares inmensos y singulares. Pero la admiración es más fuerte, ¡y, además, el arte es tan grande! Los fondos y los accesorios son en ella apropiados al sentimiento de los personajes. Soledad de la Naturaleza o agitación de las ciudades, todo está descrito en ella nerviosa y fantásticamente. Como a nuestro Eugene Delacroix, que ha elevado su arte a la altura de la poesía grande, a Edgar A. Poe le complace agitar sus figuras sobre fondos violáceos y verdosos en que se revelan la fosforescencia de la podredumbre y el olor de la tormenta. La naturaleza que llaman inanimada participa de la naturaleza de los seres vivos, y, como ellos, se estremece con un temblor sobrenatural y galvánico. El espacio se ahonda por el opio; el opio da en él un sentido mágico a todos los tonos, y hace vibrar todos los ruidos con una sonoridad más significativa. A veces, lejanías magníficas, henchidas de luz y de color, se abren de repente en sus paisajes, y se ve aparecer en el fondo de sus horizontes ciudades orientales y arquitecturas vaporizadas por la distancia, donde el sol lanza lluvias de oro.
Los personajes de Poe, o más bien el personaje de Poe —el hombre de facultades sobreagudizadas, el hombre de nervios relajados, el hombre cuya voluntad ardorosa y paciente lanza un reto a las dificultades, aquel cuya mirada se clava con la rigidez de una espada sobre objetos que se agrandan a medida que él los mira— es Poe mismo. Y sus mujeres, todas dolientes y luminosas, muriendo de males extraños y hablando con una voz que parece música, son él también, o, cuando menos, por sus raras aspiraciones, por su saber, por su melancolía incurable, participan mucho de la naturaleza de su creador. En cuanto a su mujer ideal, a su Titánida, se revela bajo diferentes retratos, esparcidos en sus poesías demasiado escasas, retratos, o, mejor, modos de sentir la belleza, que el temperamento del autor aproxima y confunde en una unidad vaga, pero sensible, en la que vive más delicadamente acaso que en otra parte ese amor insaciable de lo Bello, que es su gran título; es decir, el resumen de los títulos que él posee al efecto y al respeto de los poetas.
Si tengo nueva ocasión, como espero, de hablar de este lírico, haré el análisis de sus opiniones filosóficas y literarias, así como, en general, de las obras cuya traducción completa tendría pocas probabilidades de éxito entre un público que prefiere con mucho la diversión y la emoción a la más importante verdad filosófica.
CHARLES BAUDELAIRE
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